Junts ha logrado la delegación de las competencias en materia de inmigración y, como era previsible, este hecho ha levantado una polvareda considerable entre aquellos que han convertido el Estado en una deidad a quien rendir culto, es decir, el PP, Vox y Podemos, religión que es incompatible con la sola idea de Catalunya. Ya se sabe que la extrema derecha y la extrema izquierda tienen muchos puntos de contacto, porque las ideologías no son una línea, sino un círculo. Por eso los barrios obreros de Europa que tradicionalmente votaban comunista hoy votan a la extrema derecha. Los Estados más centralistas del mundo siempre han sido gobernados por sus extremos. Las acusaciones de racismo ya entran en el campo de la parodia y no hace falta perder ni un minuto. Pero todo esto no es nuevo. Cada vez que Catalunya obtiene una mejora en su autogobierno, se produce la misma secuencia, que bien pensado es similar a las cinco etapas del duelo: negación, ira, negociación, dolor emocional y, finalmente, aceptación.

Todo el mundo sabe que el futuro sistema singular de financiación catalán, si llega, acabará siendo adoptado por otros territorios después de la tormenta política previa. Como ocurrirá con la condonación de una parte de la deuda del FLA. Y como ocurrirá con las competencias de inmigración; el PSOE andaluz ha ido deprisa y ya ha pedido policía propia para poder asumirlas. La famosa “cláusula Camps” del Estatut del País Valencià es la plasmación más perfecta de lo que digo. Cuando la Generalitat de Catalunya obtuvo el control de las carreteras por parte de los Mossos d´Esquadra, también se montó un gran lío. La delegación se realizó mediante el artículo 150.2 de la Constitución Española, un artículo que básicamente permite el traspaso de cualquier competencia a cualquier territorio. Eso ocurrió en 1997 y hoy el tema está tan normalizado que no solo a nadie se le ocurre dar marcha atrás, sino que otros territorios también lo han pedido.

No es catalán quien vive y trabaja en Catalunya; es catalán quien se siente catalán y habla catalán, porque nuestra lengua es nuestro pasaporte, hoy

Con relación al tema inmigratorio, si levantamos un poco la mirada por encima de los Pirineos, veremos que en el otro lado gastan menos testosterona y todo es más lógico y más razonable. Los Estados federales de verdad funcionan de forma impecable con relación al respeto a la diferencia y la plurinacionalidad, también en materia de inmigración. Por ejemplo, en Suiza es necesario acreditar un muy buen conocimiento de la lengua oficial del cantón donde se reside para aspirar a obtener el permiso de residencia o la nacionalidad. De este modo, un ciudadano extranjero que viva en Ticino y quiera obtener la residencia o la nacionalidad suiza, solo debe acreditar un buen nivel de italiano, aunque no hable ni una palabra de francés y alemán. He aquí la esencia del federalismo. Además, en Suiza hay que demostrar arraigo e integración en la forma de vivir del país. Incluso en algunos cantones los vecinos del municipio votan si aceptan o no el otorgamiento de la nacionalidad a un recién llegado. Es conocido el caso de una holandesa a la que en 2019 sus vecinos denegaron la nacionalidad porque, desde que había llegado, había emprendido una cruzada contra los cencerros de las vacas de la zona y todo el mundo estaba harto. En Bélgica y Finlandia también se exige para obtener la nacionalidad un buen conocimiento de alguna de las lenguas oficiales. Al otro lado del Atlántico, también podemos constatarlo: en Canadá es necesario acreditar oficialmente un buen conocimiento de inglés o francés para obtener su nacionalidad. Como en Quebec el francés es la única lengua oficial, los inmigrantes que viven allí y quieren obtener la nacionalidad no tienen más remedio que demostrar un nivel alto de francés. Todo esto es comprensible y allí nadie se ha rasgado las vestiduras.

Espero que Catalunya deje de pertenecer a España lo antes posible porque todos seremos más felices, pero mientras estemos dentro de ese Estado hay que intentar convertirlo en un Estado federal. Ha habido progresos más o menos visibles, y más o menos simbólicos, pero si echamos la vista atrás y tomamos perspectiva es innegable que se ha mejorado. Por eso estoy convencido de que, con el paso de los años, se pedirá un nivel acreditado de conocimiento de catalán, vasco o gallego si un recién llegado quiere residir en alguno de los territorios con más de una lengua oficial. Y ese requisito le parecerá normal no solo a la mayoría de gente del país, sino también a la mayoría de inmigrantes. El conocimiento de la lengua de un sitio es el vehículo más rápido a una correcta integración y a la liquidación de los prejuicios. No es catalán quien vive y trabaja en Catalunya; es catalán quien se siente catalán y habla catalán, porque nuestra lengua es nuestro pasaporte, hoy.