¿Conocen ustedes a algún españolista que haya sido detenido por el hecho de serlo? Yo no. La lista de independentistas multados, encarcelados e inhabilitados es, en cambio, muy larga. Lo es tanto, que el gobierno español se ha visto obligado a elaborar su recuento para poder pactar con los partidos independentistas la futura ley de amnistía. El españolismo, o su traducción práctica, que es el deseo de destruir la cultura catalana, que es lo que están haciendo ahora el PP valenciano y balear, no merece ningún castigo en el ordenamiento jurídico español. Tampoco alimenta la protesta de la izquierda española, más preocupada, como siempre, por denunciar las injusticias del mundo mundial y difundir una idea muy rancia sobre que la defensa de la catalanidad es un tipo de clasismo burgués. La paradoja es que, en España, los partidos independentistas son legales, pero los tribunales convierten en ilegales las acciones de un movimiento de secesión perfectamente democrático. Quien convirtió en ilegal consultar a los catalanes, a todos los catalanes, sobre el futuro de Cataluña fue el españolismo, la alianza nacional sagrada de la izquierda y la derecha españolas. No repetiré la máxima de Josep Pla, que era cualquier cosa menos independentista, sobre las similitudes nacionalistas de las dos Españas. Joan Coscubiela nos dio un recital en septiembre de 2017 que lo demostró en el Parlamento de Cataluña.
Un día, en pleno auge del proceso independentista, un amigo me preguntó qué opinión tenía yo de la actitud de varios periodistas e intelectuales de la izquierda cañí contraria al Procés, erigida en defensora de los llamados charnegos, como si Cataluña no fuera toda ella charnega, incluyendo la mayoría de los catalanoparlantes. Es la misma gente que, en la primera ocasión que se les presenta, ridiculiza la cultura catalana. Los más extremistas, los que habían ayudado a crear Ciudadanos, reaccionaron ante el Procés como era de prever. Al fin y al cabo, esta era la razón de ser de este partido nacionalista, fundado con la excusa de que el PSC de los hijos de los burgueses catalanes —la mayoría franquistas, sea dicho de paso— había traicionado a la “clase obrera”. Considerando que la extrema izquierda antifranquista ya había determinado que la clase obrera catalana solo era castellanohablante, lo que obligaba a dirigirse a ella en castellano, reactivar la cancioncilla les costó poco. A medida que el Procés avanzaba y un tsunami (este sí realmente violento y no el inventado por el juez García-Castellón) destruyó al PSC mientras el PSUC se perdía definitivamente ahogado por el populismo de los comunes, el españolismo recuperaba protagonismo entre la izquierda que otro tiempo había sido catalanista y partidaria del derecho de autodeterminación. La identificación entre la defensa de la catalanidad y el independentismo fue la excusa para volver a las viejas teorías de que todo lo catalán es ramplón, “barretinaire” o cosas peores.
Dado que Ciudadanos, un partido iliberal y xenófobo, fue el partido más votado el 21-D de 2017 gracias a la concentración del voto españolista de Cataluña y a la dispersión del independentismo en varias candidaturas, los socialistas y los comunes imitaron sus formas y su discurso para recuperar terreno. La defensa del castellano en Cataluña se convirtió en una bandera blandida por una gente que afirma sentirse discriminada en Cataluña, pero a la que jamás han echado de un bar, de una consulta médica o de un juzgado por dirigirse al camarero, al médico o al juez en castellano. Al contrario, la histórica diglosia de los catalanoparlantes provoca que muchos cambien de lengua casi sin darse cuenta. Lo llamamos diglosia, pero podríamos denominar este fenómeno sociolingüístico, que es idéntico en todo el territorio de habla catalana, el síndrome del esclavo. Puesto que me muevo en un ambiente universitario en el que se supone que el multilingüismo tendría que ser normal, lo que sé es que en las universidades de Catalunya, el País Valencià y las Islas se imparten cada vez menos clases en catalán. No es que se impartan más en inglés, que podría ser una opción de “negocio” y de internacionalización, sino que el catalán sucumbe ante el castellano porque, aseguran, la “realidad” se impone. La dejadez es total y la españolización del mundo universitario, efecto de la españolización de los estudios de secundaria, paralela a la de una parte del mundo intelectual, es más y más intensa.
La defensa del castellano en Catalunya se convirtió en una bandera blandida por una gente, que dice sentirse discriminada en Catalunya, pero que nunca la han echado de un bar, de una consulta médica o de un juzgado por dirigirse al camarero, al médico o al juez en castellano
Llevo años sin mirar TV3 o cualquier otra televisión convencional. Consumo preferentemente programas de las plataformas digitales. Si un día veo el telediario, que mentiría si dijera, por ejemplo, que el año pasado vi alguno, noto que he perdido el tiempo: todo lo que cuentan ya lo sabía antes gracias a las redes sociales o por los diarios digitales, que son los más dinámicos renovando casi al minuto la información. Con los periódicos convencionales me ocurre un poco lo mismo que con la televisión. Por lo tanto, las polémicas televisivas las conozco por estos canales, por las redes sociales, porque difícilmente veré, por poner otro ejemplo, el programa Col·lapse de Ricard Ustrell. Así es como me enteré de la supuesta —subrayémoslo— despreocupación de Jordi Évole por la españolización de los catalanes. En realidad, no fue eso lo que dijo, sino algo peor refiriéndose a la españolización de TV3, que es la única que tenemos para fomentar el catalán y la catalanidad. Me importa un rábano cuáles sean los deseos —o los delirios— identitarios del señor Évole, francamente. Hace años que le perdí el respeto intelectual, sobre todo desde el día que me increpó en una sala de cine con bastante mala educación, a pesar de que no nos conocíamos de nada, por unos artículos míos que no le habían gustado. No recurriré al refrán que nos advierte que de “de rabo de puerco, nunca buen virote” para definir a nadie, porque sería de mal gusto, pero es que, además, hoy en día Évole pertenece a la gente rica y con poder de Cataluña, aunque sea un poder provinciano.
Volvamos a la cuestión de las persecuciones políticas, pues sentirse dolido porque a uno lo insulten en las redes sociales es absurdo. Y todavía es más absurdo —y falso— intentar convencernos de que alguna gente no se expresa en público por miedo a ser demonizado y vilipendiado en X. ¿Es que no era una mentira afirmar que el Procés puso en riesgo la convivencia familiar de la comida de Navidad de los catalanes? Si hubieran visto el musical Antaviana, de Dagoll Dagom, ya sabrían que todas las comidas familiares en Catalunya son un desbarajuste. En este país, como se está constatando con las revelaciones sobre las manipulaciones de la policía patriótica y los medios de comunicación españolistas involucrados en la operación Cataluña —por otro lado, fomentadas por el PSOE para justificar una amnistía que se ha visto obligado a aceptar a regañadientes—, la persecución política real es otra. La defensa violenta de la unidad de España por parte del españolismo, de la coalición del 155 formada por PP, PSOE y Ciudadanos, es la que ha condenado a penas de prisión o al exilio a varios políticos y ciudadanos de este país, con la observación apática de muchos simpatizantes de los comunes, como por ejemplo Évole. Esta es la auténtica deshumanización de la política, y no que te llamen facha un puñado de exaltados.
Los jóvenes de Urquinaona, los miembros de los CDR, los promotores del Tsunami Democràtic, esta es la gente que realmente no puede levantar la voz en Catalunya y es linchada de verdad por el españolismo. Está claro que esta gente no tiene la simpatía del poder político y mediático de los que en Catalunya defienden la unidad de España con un victimismo que parece aprendido —y calcado— del nacionalismo catalán anterior al Procés. Si en vez de inventarnos debates sobre el ego herido de cada uno de nosotros fuéramos a la raíz de la cuestión, estaría bien que el españolismo democrático reconociera lo que puso sobre la mesa Joan Fuster en 1982, justo antes de la creación de TV3: “La comunidad catalanohablante se ha visto privada por la historia, y cuando más la necesitaba, de una designación única e inequívoca, en la que las descompensaciones sociogeográficas de cada momento hubieran podido redimirse en un sentido claro de identidad”. Esto era así entonces como lo es ahora, aunque al españolismo le cueste admitir que desde 2017 ha habido, además, una vulneración masiva de derechos en la sociedad catalana. Me parece que los hechos de los últimos diez años han dejado claro que no son, precisamente, los derechos de Jordi Évole ni de quienes cojean del mismo pie.