1. ACEPTAR LA DERROTA. En la columna de la semana pasada aproveché un acontecimiento histórico para comentar metafóricamente la división de opiniones entre los independentistas de nuestro tiempo. Hoy voy a ser más directo, porque la división independentista es cada vez mayor y ya no afecta solo a los partidos organizadores del 1-O. Las derrotas mal digeridas tienen eso, que provocan enfrentamientos cainitas y fracturas dolorosas. Ya sé que algunos lectores fruncirán el ceño porque me atrevo a escribir que el Procés acabó en derrota, sobre todo después del juicio a los dirigentes del 1-O que se quedaron en Barcelona y a los que volvieron de un corto exilio a pesar de que ya sabían lo ocurrido con los Jordis. El hecho de admitir que el Estado te ha derrotado, cuando menos momentáneamente, no descalifica nada. Ni al movimiento independentista ni el resultado del referéndum del 1-O. No me sumaré, por lo tanto, al coro de articulistas que acusan a los políticos independentistas de mentir y de organizar la bronca del 1-O o del 9-N para ocultar sus miserias. Las monsergas me aburren y, además, son falsas. Los que insisten en ese discurso fastidioso, lo repiten desde una ignorancia supina. Ojalá hubiera habido ese engaño premeditado, por lo menos eso querría decir que tenían un plan. No fue así, no les quepa ninguna duda. Tenían un plan muy débil, hilvanado por un jurista ingenuo políticamente. Era obvio que jamás había leído El arte de la guerra del general Sun Tzu. El único plan era creer que haciendo las cosas bien bastaría para doblar a un Estado que, si algo nos ha demostrado, incluso después de 1978, es que podía recurrir a métodos antidemocráticos, incluyendo el terrorismo, para acabar con un conflicto político.
Después de la desbandada post 1-O, la división entre los partidos independentistas se manifestó muy pronto. Bajo el 155 y, también, cuando Rajoy convocó las elecciones en diciembre de 2017. Contra toda lógica, en vez de construir un frente común, el independentismo se confrontó entre sí y le regaló la primera posición electoral a Ciudadanos. El episodio del 30 de enero de 2018 fue la culminación de ese error. Aquel día, el president republicano del Parlament, Roger Torrent, desconvocó el pleno en el que debía ser elegido president Puigdemont. En aquel momento, Esquerra ya había decidido pasar página y se preparaba para la batalla final con los que ellos denominaban, insistentemente, “convergentes”, como quien los insulta llamándoles hijos de puta. Por lo que parece, contra un Pujol fantasmagórico se vive mejor, de la misma que los nuevos “convergentes” reivindican a Pujol como si estuvieran reivindicando a Perón o al Cristo santificado. Los republicanos demostraron mucha decisión cuando le cerraron el paso a Puigdemont. No querían asumir las consecuencias de aquel acto de desobediencia y nadie sabe qué habría hecho el president en el exilio si hubiera sido investido. Cualquier opinión es ahora un juicio de valor. Los republicanos no fueron los únicos que boicotearon aquel pleno. Entre las filas de Junts también había destacados dirigentes que no querían arriesgar nada. Tenían miedo de que los volvieran a enchironar. Una reacción muy humana, pero nada política. En los despachos del Parlamento, pero también en el bar, y sé de lo que estoy hablando porque servidor estaba allí, las discusiones entre dirigentes junteros no fueron pocas. También allí pudo visualizarse la división entre las denominadas dos almas de Junts. La fractura era exactamente la misma que ahora entre los denominados posibilitas (turullistas y rullistas) y los octubristas (todos ellos puigdemontistas, pues entonces el borrasismo no existía). Desde ese momento, la digestión ha sido lenta y traumática. El independentismo dejará de ser un movimiento potente si los que dicen que no quieren dar su brazo a torcer solo esperan que el compañero de viaje tropiece. Entre Esquerra y Junts la fractura es definitiva. En el seno de Junts, ya se verá. Hace unos días una dirigente de Junts me dijo que ninguno de los jerarcas del partido quiere forzar una escisión, sino que solo están esperando que el sector contrario se vaya. Una manera cínica de tapar la voluntad de andar solos y así deshacerse de los otros.
Protestar siempre sirve para algo si estás dispuesto a asumir las consecuencias de tus actos. La persistencia ofrece victorias. Solo falta encontrar los instrumentos adecuados.
2. LA MAREA SE EXPANDE. La división independentista también es hoy muy evidente entre las entidades de la sociedad civil que fueron las que organizaron las multitudinarias movilizaciones de la llamada década soberanista. Los personalismos y el ansia de poder no han ayudado en nada. Entre los dirigentes políticos y cívicos independentistas la egolatría es la enfermedad infantil del movimiento. Puesto que ya lo escribí en el libro Tot el que el cor s’estima (Lleonard Muntaner, 2022), lo repetiré. Después de la disolución violenta de la manifestación de la plaza de Urquinaona y de la represión policial contra la juventud independentista, hice gestiones para que los presos VIP se pronunciaran a favor de los detenidos. Su reacción, que de entrada fue negativa, me dejó tan anonadado que no supe reaccionar. También ayudó que yo entonces estuviera en los EE. UU. por una buena temporada y tuviera poco margen de maniobra. Aquella reacción, sorprendente para mí, tenía un antecedente cuando de un día para otro desapareció el canal de Telegram de Tsunami Democràtic, que en noviembre de 2019 tenía casi 400.000 seguidores, sin que nadie diera explicación alguna. La sensación de tomadura de pelo fue total. La gestión del gobierno Torra ante las movilizaciones tampoco fue ideal, sobre todo porque no se puede repicar y andar en la procesión al mismo tiempo. Muchos de los abnegados independentistas que se trasladaban a Lledoners para mostrar su apoyo a los presos, poco a poco fueron disgustándose. Al final, la conclusión es que no ha gustado que los políticos buscaran una salida personal (no todos, porque Puigdemont, Comín y Ponsatí se han negado hasta ahora a ello) que comportaba algunas claudicaciones, entre ellas dejar desamparados a los encausados sin nombre, la gente de base, en especial joven, a la que la justicia española pide largas condenas.
La polémica reforma del Código Penal español, muy mal planteada por sus impulsores, ha sido la gota que ha colmado el vaso. Esquerra no se ha dado cuenta —o así lo espero— que la supresión del delito de sedición y la modificación del delito de desórdenes públicos agravados es peligrosa y tramposa y que no podía pactarla unilateralmente. Los republicanos pactaron la reforma con el PSOE pensando en el futuro político de sus presos indultados y en Marta Rovira, facilitando su retorno como volvió Meritxell Serret, limpia como una patena, y para que los dirigentes del partido encausados pudieran esquivar las posibles condenas. De la gente normal y corriente no se acuerdan. Ni los republicanos ni nadie. ¿A quién puede extrañar, pues, que la ANC convocara una manifestación, el día 6, en contra de esta iniciativa legislativa, tan partidista como mal escrita, con el lema Ningún pacto con España para encarcelarnos? Ante una convocatoria tan contundente de la ANC, Òmnium Cultural, que es una entidad que ahora no sabe muy bien hacia dónde va y que vivió con sorpresa que su presidente, Xavier Antich, fuera abucheado —en mi opinión equivocadamente— en el acto del Arco de Triunfo para conmemorar el 1-O, se desmarcó de dicha convocatoria. Entre las entidades cívicas se reproducen las afinidades de un tiempo atrás y en la manifestación de la ANC estaban presentes los dirigentes de Junts, Jordi Turull y Laura Borràs, entre otros, mientras que Òmnium no secundó la convocatoria, a pesar de que se había declarado en contra de la modificación del delito de desórdenes públicos. Apoyó al gobierno minoritario de Esquerra. Es probable que me riñan otra vez por sacar a relucir lo que es fácilmente constatable, pero no son pocas las bajas de socios de esta entidad anunciadas mediante las redes sociales. De anuncios de gente que declarara que se daba de alta no he visto ninguno. Si la ANC tiene la capacidad que tiene para convocar en solitario una manifestación en medio de un puente y Òmnium va deshinchándose, habrá que reflexionar mucho sobre las estrategias de futuro. ¿Y si resulta que al final se llega a la conclusión de que la nueva etapa ya no hay que hacerla a caballo de unas entidades cívicas desgastadas? En los partidos ya sabemos lo que ocurre. Manuel de Pedrolo afirmaba que hay que protestar, aunque no sirva de nada. A la luz de lo que está ocurriendo en muchos lugares del mundo (en Irán, en China o en el Perú, por ejemplo), protestar siempre sirve para algo si estás dispuesto a asumir las consecuencias de tus actos. La persistencia ofrece victorias. Solo falta encontrar los instrumentos adecuados.