Las fechas señaladas por las costumbres y las convenciones sociales tienen por consecuencia la conciencia del paso del tiempo. Nos hacen entender el ritmo de la vida, nos dan perspectiva sobre aquello que parece que no está sujeto al cambio porque nos damos cuenta de que sí que lo está, pero que desde la proximidad con los acontecimientos, no somos capaces de tenerlo en cuenta. Fuera de los romanticismos pastosos y del tipo de optimismo que solo se puede utilizar para enmascarar la realidad, la impresión es que el año 2024 que ayer cerramos no sirvió para que se produjera ningún cambio sustancial —de fondo— con respecto a la manera de hacer política en nuestro país. Cuando escribo "de fondo", no me refiero a un cambio de estado ánimo: la mejora anímica es bastante inevitable a medida que el tiempo nos va alejando del shock. Me refiero a una interiorización honesta de las lecciones aprendidas que, más bien, se traduzcan en cambios profundos de comportamiento.

Políticamente, hoy Catalunya es un lodazal. Y lo es, seguramente, en unos términos muy parecidos a los que lo era el primero de enero del año anterior. Lo más peligroso de todo, sin embargo, no es que parezca que nada cambia: es que parece que nada puede cambiar. Que la única manera de progresar en los objetivos personales es mirarse de reojo el proyecto nacional como si ya no existiera, haciendo que ya no pueda existir. Que para sobrevivir en este momento de mediocridad e insustancialidad política, lo que hace falta es hacerse mediocre y desnacionalizarse —cada uno en su espacio— para no tener que afrontar muchos problemas. Cuando un gran proyecto colectivo se hunde, el repliegue en la individualidad es un movimiento reflejo. Lógico, incluso. Pero en un escenario de asimilación incesante como el nuestro, la adhesión a las circunstancias, por mucho que nos haga sentir petrificados en el tiempo, no es más que una manera de hacerle el trabajo al enemigo.

La adhesión a las circunstancias, por mucho que nos haga sentir petrificados en el tiempo, no es más que una manera de hacerle el trabajo al enemigo

No es inmovilidad, es silencio. El verdadero lodazal y la sensación de parálisis colectiva se explica porque poco a poco, todo el mundo que ha estado en situación de tener que interponer algún tipo de resistencia íntima a la oleada españolizadora del postprocés, ha encontrado excusa en el derrumbe colectivo para no tener que interponerla. No estamos petrificados, porque estarlo presupondría algún vestigio de resiliencia contra la embestida: la corriente se nos lleva. Pero para que no parezca que culpamos al de al lado de las cobardías de la clase política, callamos y escogemos no señalar a nadie. La quietud aparente está toda hecha de silencios. Mientras la vida política —en toda su amplitud— resta aparentemente estática, mientras los socialistas tienen un tentáculo en cada cerebro catalán porque asumimos automáticamente la respuesta menos conflictiva como la respuesta natural, las urgencias del país no cesan y nada de lo que podría contenerlas o resolverlas está sobre la mesa.

Los años pasan, pero la vida política no va —ni mucho menos— a la velocidad del calendario. De momento, el tiempo nos está pasando por encima y cada vez quedan menos excusas para explicar por qué hay que dejarnos hacer y por qué es el momento del relativismo en las convicciones. Hace meses que, en según qué columnas y revistas, se oyen cantos de sirena de un nuevo ciclo político. El año solito no nos lo traerá y en este rincón de periódico digital despreciamos —en mayestático— el gesto de hacer propósitos y esperar que el universo se haga cargo de ello. Todo me hace pensar en lo que decía Luis María Mendizábal: "nosotros queriendo cambiar de caballo, cuando Dios quiere que lo que cambie sea el caballero"