La normalización es el verbo de moda, el estado actual del escándalo político donde, en casi todas las ocasiones, cuestionarlo es ser tachado de antipatriota. Esta semana toca normalizar la vuelta del rey emérito porque es un ciudadano más sin cargas judiciales —como si antes no lo fuera— y reivindicar su derecho al descanso y ocio con los amigos —como si no fuera el exjefe del Estado—. Primero, toca normalizar el modo escogido para comunicar su vuelta. Felipe VI le llama por teléfono desde Abu Dabi, en pleno funeral del presidente de los Emiratos Árabes, quedan para verse en Madrid y la Casa Real le da forma de comunicado. Lo más normal en las monarquías parlamentarias occidentales. Se debe normalizar su vuelta, la futura foto de familia y un fin de semana de ocio en las regatas. El marco del debate es que el emérito es un hombre libre para entrar y salir de España. Algo que nunca ha estado en duda, ni siquiera cuando se fugó. Pero se instó a normalizar que se aburría en el emirato saudí mientras pasaba el chaparrón de las diligencias judiciales previas al archivo en un resort multimillonario. Fue Juan Carlos I, símbolo de la Transición democrática, quien eligió refugiarse hace casi dos años en una dictadura donde la mujer debe obediencia al hombre por ley, entre otras ilegalidades propias del régimen.
El rey emérito debe una explicación pública, al menos como defraudador fiscal confeso. La realidad, alejada de lo ideal, es que las aclaraciones que merecen los ciudadanos del exjefe del Estado se convierten en una suerte de acusación encubierta a quienes las exigen. Y por extensión, se les acusa de querer dejar al emérito varado en el exilio que él mismo eligió. Como si no hubiera pasado nada en estos casi dos años, vamos del "Lo siento mucho, no volverá a ocurrir" al "Estoy desentrenado" para la competición de vela de la Copa España. Hay que asumir que el emérito se va a navegar a Sanxenxo sin haber justificado cinco años de delitos fiscales, de 2008 a 2012, según la Fiscalía. Y que pudiendo haber regularizado todos los años de fraude, lo hizo sobre los ejercicios sin inmunidad. Hay que normalizar que la Fiscalía no pudo establecer “vinculación alguna” entre los 64 millones de euros y la construcción del AVE a la Meca y lo normal, otra vez, es que fuera un regalo (literal). Una dádiva que acabó en una cuenta en un paraíso fiscal a nombre de su amante. Según Corinna Larsen, otro regalo, en este caso por amor.
Con tanta normalidad estamos cronificando los cimientos de la descomposición y envilecimiento de los valores institucionales. No es ya el debate Monarquía o República, es el asalto líquido a los valores de las instituciones
Se nos pide normalizar que un empresario mexicano ingresara 516.000 euros a su coronel del ejército para gastos de la Familia Real. Una generosa paga extra sumada a la asignación de los presupuestos del Estado a cambio supuestamente de nada. O que hasta 2004 tuviera dos Trust en Jersey con 15 millones de euros por si “fuera depuesto por un golpe inconstitucional o una situación similar” (sic). Un fondo de armario, en plena democracia, por si acaso no sabemos muy bien qué. Se pide normalizar su condición de hombre libre de toda mancha que ha decidido vivir fuera de España sin aclarar dónde tributará a partir de ahora. Pero fue Felipe VI quién revocó el título de duquesa de Palma a la infanta Cristina, renunció a la herencia de su padre y le retiró la asignación. Quien ha extendido una suerte de cordón sanitario a su familia para poder mantener la institución. Y lejos de que se puedan pedir explicaciones, lo normal son las regatas.
La nueva normalidad es un síndrome que afecta a numerosas causas. Al Gobierno le parece lógico deponer a una directora del CNI en una rueda de prensa repleta de halagos, que sea ‘sustituida’ y no ‘cesada’ sin explicación pública y comprensible. O que se dé parte de 18 espionajes a independentistas y al menos 47 intentos de hackeo con Pegasus que siguen sin atribuirse a ningún servicio policial o de inteligencia y se dé la crisis por resuelta. Lo normal. Normal es también que la Junta Electoral no permita a Podemos formalizar su registro en la coalición de izquierdas en Andalucía por llegar 15 minutos tarde (muy lógico); pero que no abra una investigación a Macarena Olona por posible fraude al falsear su empadronamiento. La candidata de VOX ha reconocido haberse empadronado en una casa en Granada donde no vive para poder concurrir a las elecciones. De momento, la misma Junta Electoral no ha visto, leído ni oído nada.
Normal es que llevemos años escuchando audios de la exsecretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, pidiendo al comisario José Villarejo borrar pruebas, eliminar informes, presionar a policías en una clara instrucción judicial a la financiación ilegal del PP y que nunca haya sido imputada por el juez Manuel García Castellón, instructor de la Operación Kitchen. A todos se nos ocurren decenas de imputaciones por mucho menos en Podemos, en Junts o en cargos de Esquerra.
En casi todos los casos lo llaman cortafuegos. Pero con tanta normalidad estamos cronificando los cimientos de la descomposición y envilecimiento de los valores institucionales. No es ya el debate Monarquía o República, es el asalto líquido a los valores de las instituciones. El verdadero marco es modernidad, fortaleza democrática o degradación del Estado. No hay mucho más debate.