Cuando se murió el papa Pío XI el 10 de febrero de 1939, Eugenio Pacelli (1876-1958) era su secretario, además de ser el cardenal más carismático y conocido. El cónclave duró un día, porque el Espíritu Santo fue efectivo y consecuente. Y el Papa Pío XII fue escogido. El 2 de marzo de 1939, en una tercera votación, fue escogido con 48 de los 63 votos posibles. Eran pocos cardenales a elegir, comparado con hoy. Fue la primera vez que una elección papal fue retransmitida por la radio.

Cuando estudiábamos la historia de los papas, en Roma, nos recordaban con orgullo los que habían pasado por las mismas aulas que nosotros, en la Gregoriana. Pacelli fue uno. Y lo estudiábamos como “el Papa de la guerra”, como si la guerra hubiera sido solo una y le hubiera tocado a él. Era un papa nacido en Roma, no de una familia noble pero sí muy culta. Hizo todos los estudios en la capital italiana. Carrera eclesiástica de manual, experiencia diplomática en Alemania, cuando llega a ser el jefe de la Iglesia Católica el Papa Pío XII ya conocía mejor la curia que la calle. Eugenio Pacelli era un pontífice hecho a medida de la institución eclesial. El suyo fue un pontificado largo (19 años), con sombras y acusaciones de negligencia, como no haber hecho lo suficiente por salvar a los judíos. Le tocó liderar la Iglesia en los años de la 2.ª Guerra Mundial y la posguerra. Se lo ha tildado de hierático y estirado, de cómplice, de silencioso ante el Holocausto.

Los que lo trataron remarcan que era un Papa exigente, se iba a dormir tarde (a la una) y se levantaba muy temprano (a las cinco), andaba a gran velocidad, comía poco, estudiaba, escuchaba, era afable, pero mantenía una correcta distancia con los interlocutores, también con familia y amigos. En un radiomensaje de 1944 titulado Benignitas et humanitas, el Papa reconocía que si jamás una generación había tenido que sentir en lo más profundo de la conciencia el grito “Guerra a la guerra”, esa era, sin duda, aquella. Era 1944: “Habiendo pasado, como ha pasado, por un océano de sangre y lágrimas, como quizás jamás conocieron los tiempos pasados, [esta generación] ha vivido sus indescriptibles atrocidades tan intensamente que el recuerdo de tantos horrores le tendrá que quedar estampado en la memoria y hasta lo más profundo del alma, como la imagen de un infierno del que, quién alimenta en su corazón sentimientos de humanidad, no podrá tener nunca un deseo más ardiente que el de cerrar las puertas para siempre”.

Cuando se pierde la humanidad, la maquinaria de la guerra es impecable. Porque las guerras no se hacen. Las guerras deshacen

Sempre piove sul bagnato, dirían los italianos, que es nuestro “siempre llueve sobre mojado”. Desde su primera encíclica pidió detener la guerra, pero se lo acusó de haber mantenido silencio y de no haber hablado más veces explícitamente contra el régimen. Clandestinamente, ayudó a salvar judíos, concretamente 4.200 y 160 en la Ciudad del Vaticano. El 80% de los judíos de Roma sobrevivieron a la ocupación. El 29 de noviembre de 1945 recibió a 80 sobrevivientes de los campos de concentración que le agradecieron sus palabras y acciones durante el régimen nazi.

Hay centenares de libros a su favor y algunos en su contra y todavía hoy, con los archivos desclasificados, se van elaborando tesis y estudios sobre su posición enfrente del nazismo y salen documentos que demuestran que la Santa Sede recibía información de lo que estaba sucediendo en los campos alemanes. El trabajo de los historiadores es ir poniendo luz sobre uno de los peores momentos de la historia.

“Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra”. Célebre frase del Papa Pío XII que resuena con fuerza de un protagonista de uno de los periodos que nos parecen más bélicos del siglo pasado, y que nuestra mezquindad reproduce. Cuando se pierde la humanidad, la maquinaria de la guerra es impecable. Porque las guerras no se hacen. Las guerras deshacen.