El intento de asesinato de Donald Trump ha liquidado, muy probablemente del todo, el espíritu del 1 de octubre. Aquel tiempo de transición tan largo que vivimos entre un mundo antiguo, que no acababa de irse, y uno nuevo que no acababa de nacer, ha quedado atrás. Entramos, ahora sí, en un periodo nuevo, histriónico y pedante, que si Dios quiere no durará demasiado. Nos encontramos a las puertas de una de estas épocas gregarias que hermanan Inglaterra y Catalunya, dos países individualistas, de genio empírico y antirretórico, que solo reaccionan, colectivamente, en situaciones muy desesperadas.

Aunque Biden y Trump hayan pedido calma, no creo que los Estados Unidos estén a tiempo de frenar la dinámica política interna. El tiro que ha herido la oreja de Trump dará una derrota honorable a los demócratas y una victoria menos discutida a los republicanos, pero dudo que la suerte pueda arreglar nada. El sistema democrático americano, tal como lo conocíamos, ha pasado a mejor vida. Kennedy cayó defendiendo los derechos civiles de los negros y tratando de luchar, sin perder la cabeza, contra el imperialismo comunista; Trump habría podido morir tranquilamente por cuatro tuits brillantes y narcisistas.

El presente se ha vuelto tan caro de defender que el futuro ya no vale nada y, por lo tanto, la violencia vuelve a ser una parte imprescindible del discurso político, incluso en los países democráticos. Se ve muy bien en Catalunya desde hace unos años. Sin la fuerza persuasiva de la violencia, Pedro Sánchez no sería presidente, y Salvador Illa sería un cargo mediocre más del PSC. De hecho, sin el papel político de la violencia, Junts y ERC no habrían podido gobernar la Generalitat durante dos legislaturas después de engañar a los votantes como lo hicieron. Si ahora están en crisis, es porque no tienen los medios del Estado para asustar a los ciudadanos díscolos.

La violencia vuelve a ser una parte imprescindible del discurso político, incluso en los países democráticos

Por primera vez en la vida me siento viejo, hijo de un mundo liberal y democrático que cada día costará más de explicar, o de usar de referencia, sin idealizarlo o convertirlo en un material plomizo de estudio. Cuando vi el video del disparo, me toqué el cuerpo como si la bala que rayó la oreja de Trump fuera dirigada directamente hacia mí. Este fin de semana, mi pasado —y diría que el pasado de los catalanes que nacieron en los setenta, con la muerte de Franco— se acabó de convertir en historia. A pesar de que ya hacía algunos años que me había despedido de él, todavía me pareció que se llevaba algo mío de valor.

Me temo que, de ahora en adelante, las verdades cada día serán más evidentes, pero que, al mismo tiempo, cada vez requerirá más coraje y se volverá más peligroso decirlas y darles forma desde una tribuna política. Tendremos que refinar la relación con la violencia y afilar la creatividad para mantener la independencia de criterio, y si puede ser de actuación, en un mundo cada vez más cínicamente descarnado. Supongo que Vichy intentará conseguir que ERC apoye la investidura de Illa para legitimar las instituciones autonómicas, pero el PSC y Vox cada vez estarán más cerca desde el punto de vista de los intereses del país.

Trump ha recibido un disparo porque el candidato demócrata era demasiado viejo para competir en unas elecciones y el PSC celebra la victoria de España en la Eurocopa de fútbol con la épica de la Francia de Zinedine Zidane, que jugaba hace un cuarto de siglo. Hemos llevado las excusas tan lejos, que hemos quedado prácticamente a cero. Y es probable que no podamos dar nada por supuesto, ni siquiera nuestra seguridad física, si queremos contribuir a construir el mundo que viene.