La acción de celebrar o de conmemorar va estrechamente ligada a la acción de poner un plato en la mesa. La tradición siempre tiene una traducción en la gastronomía y, en el contexto privado del hogar, siempre hay quien se ha encargado de poner el calendario sobre los manteles haciendo un acto de servicio: cocinar. Lo escribo como si se tratara de un colectivo inconcreto, pero me quiero referir a todas las mujeres que, relegadas a la cocina, han hecho vivir durante generaciones lo que nos explica colectivamente. Fe y tradición son marcos que a menudo se han utilizado para otorgar a la mujer unos roles de género determinados, pero también son marcos que explican nuestra identidad y que han sido sostenidos por mujeres desde el anonimato, desde la intimidad de una cocina o de una habitación infantil explicando rondallas a los hijos y a los nietos en una lengua determinada, desde un imaginario concreto. Durante siglos, las mujeres han leñado para el fuego desde donde hoy nos miramos el mundo y el momento histórico que nos ha tocado vivir, y lo han hecho sin ningún tipo de reconocimiento. De hecho, lo han hecho a pesar de la invisibilización sistémica a que han sido sometidas. A pesar de todo, sin embargo, la intimidad de los fogones nos ha permitido definirnos colectivamente de manera pública.

Todo lo que vale la pena solo vale la pena plenamente si nos acompaña la gente que amamos

Hoy, hombres y mujeres —todavía más mujeres que hombres— se arremangan para preparar bacalao de cuaresma, buñuelos, torrijas o una mona casera. A mi suegra le queda todo delicioso. Eso, en muchos hogares en que la fe es prácticamente inexistente, todavía es síntoma de alguna cosa que cuesta explicar. En primer lugar, es la manifestación de que la tradición hace de puente entre la fe y la identidad —también nacional— y que, aunque la mayoría de nuestras tradiciones son de raíz cristiana, hay alguna cosa en la tradición sola que vertebra el espíritu incluso cuando no hay fe —sobre todo, sin embargo, cuando hay fe. Y, en segundo lugar, en la gastronomía, como en ninguna otra expresión de la cultura, se pone de manifiesto que la tradición es un vehículo y que este vehículo salvaguarda una verdad que las generaciones que nos han precedido han pensado que nos serviría recibirlo. Es en la gastronomía donde esto se pone de manifiesto como en ninguna otra expresión cultural porque la comida —como sinónimo de compartir un rato en torno a una mesa puesta— manifiesta la última verdad de todas las verdades que todavía hoy la tradición nos lega: todo lo que vale la pena solo vale la pena plenamente si nos acompaña la gente que amamos.

Quizás hay muchos hogares donde la fe se ha esfumado, quizás hay hogares en que costaría encontrar a alguien que supiera explicar el fondo de cada uno de los días del Triduo Pascual, quizás de la muerte y resurrección de Cristo solo queda un bacalao de cuaresma. Pero una mesa puesta para los nuestros y un acto de servicio como cocinar y poner amor en ello todavía habla del origen de lo que hoy, para muchos, ya no quiere decir nada: "ama a los otros como a ti mismo" (Jn 12,31), dice el Señor. Este podría ser un postulado derrotista, una manera forzada de mirarse el vaciado religioso del corpus tradicional sin hacernos conscientes de la desconexión que muchos hacen deliberadamente entre el uno y el otro. Decía Mahler que "la tradición no es adorar las cenizas, sino preservar el fuego". Hoy hay quien venera las cenizas. Pero, para los que abrazamos la raíz cristiana de la cosa con una cierta esperanza, la luz en las tinieblas la hace la posibilidad de que la tradición pueda servir para rehacer el camino que nuestra comunidad, poco a poco, ha deshecho: de la identidad y la cultura hacia la fe. El puente de la tradición, la posibilidad de ir de un sitio a otro está mientras haya un plato en la mesa que como mínimo nos permita preguntarnos qué celebramos cuando celebramos, por qué comemos lo que comemos, por qué nos reunimos y cuál es este fuego que nuestros ancestros decidieron hacernos llegar. De reunirnos con los que amamos a creer que alguien nos amó a todos en primer lugar.