A partir de una mirada crítica a los últimos años —y especialmente a este presente que algunos insisten en maquillar de estabilidad— me permito explorar un escenario hipotético que podría explicar buena parte de lo que ha sucedido, sucede y podría llegar a suceder si no somos capaces de entender el entorno en el que vivimos. No afirmo que las cosas hayan sido o sean así, pero podrían serlo. No haría falta más que observar con atención el papel de ciertos actores políticos y sus redes de influencia, que operan hoy con más eficacia que cuando ocupaban cargos públicos.

Imaginemos un país que se autodefine como una democracia avanzada: con división de poderes, elecciones periódicas, prensa libre y tribunales independientes. Sin embargo, bajo esa superficie institucional, operará una red invisible, transversal y fluida, ausente en las constituciones y ajena a cualquier control parlamentario. Una red de influencia tejida durante décadas, compuesta por operadores políticos, ciertos jueces, numerosos fiscales, altos mandos policiales, consultoras, plataformas de cooperación internacional y medios de comunicación. Un sistema que funcionara como un poder paralelo, sin legitimidad democrática, pero con una eficacia estructural notable.

Estas estructuras no serían ni únicas ni nuevas. En toda democracia existen lógicas informales de poder, redes de influencia que sobreviven a los cambios de gobierno. Pero cuando dichas redes se institucionalizan sin control, se expanden sin fiscalización y condicionan decisiones estratégicas del Estado, la democracia entra en una fase de deterioro silencioso. La ciudadanía continúa votando, los medios aparentemente informando, los jueces dictando sentencias. Pero las decisiones clave se toman en otro lugar: uno sin actas, sin votos y sin responsabilidad.

En este escenario, el actor principal no ocuparía cargos públicos, pero mantendría una red de operadores leales en todas las esferas: redacciones, despachos judiciales, consultoras internacionales y medios que moldean la agenda pública. No necesitaría dar órdenes: bastaría con sugerir. No firmaría decretos, pero influiría en decisiones. No estaría presente en votaciones, pero sí tras muchas resoluciones fundamentales.

El control ya no se ejercería desde el Consejo de Ministros, sino desde una red de soft power institucionalizado: fundaciones, plataformas asesoras, entidades financiadas con fondos europeos o de cooperación internacional, operando como interfaces opacas entre el poder político, el ámbito jurídico y los intereses geoestratégicos.

Esta red, inevitablemente, se infiltraría también en el ámbito judicial: designaciones estratégicas, promociones discrecionales, contratos internacionales para fiscales o jueces, participación en programas financiados por organismos multilaterales… Todo bajo la apariencia de cooperación técnica. Pero cuando estas relaciones coinciden con procesos judiciales de alto contenido político, y quienes reciben estos beneficios son quienes instruyen causas sensibles, la línea entre lo legal y lo ilegítimo se vuelve difusa.

Llevemos esta hipótesis a un Estado real, donde un conflicto territorial haya sido eje central de la política en los últimos años. Imaginemos que una red informal como la descrita tuviera como objetivo frenar, desgastar o aislar políticamente a los defensores de la autodeterminación de una región, país o nación.

Esto implicaría que fiscales, jueces o policías con conexiones internacionales aparecieran reiteradamente en causas contra esos actores. Que medios afines a la red construyeran narrativas de criminalización y desprestigio. Que plataformas de cooperación, supuestamente neutrales y técnicas, operaran como escudos de legitimación para quienes impulsan esas causas.

En toda democracia sana, los movimientos que cuestionan el statu quo deben poder organizarse y expresarse sin miedo a la represión. Esto implica protección jurídica, acceso a medios y fiscalización internacional de los procesos judiciales en los que estén involucrados

El impacto sería devastador. No solo por la represión directa hacia los líderes independentistas, sino por el mensaje implícito enviado a la ciudadanía: existen límites informales que no deben traspasarse, aunque legalmente sea posible hacerlo.

En este contexto, los derechos de los independentistas —aunque se hablase de reconocerles su identidad— no solo serían vulnerados, sino que quedarían sin vías reales de desarrollo y reparación. Las instancias europeas o internacionales a las que acudieran en busca de justicia serían neutralizadas desde dentro, mediante el trabajo discreto de fiscales, policías, diplomacia informal o campañas mediáticas paralelas a los cauces judiciales.

El problema no residiría únicamente en decisiones individuales, sino en la normalización de una cultura política donde el poder no se fiscaliza y las redes informales forman parte del paisaje. La noción de responsabilidad pública se disolvería, reemplazada por una lógica de conveniencia: lo que beneficia a la red se protege; lo que la cuestiona, se margina.

Estas redes suelen escudarse en conceptos como la estabilidad, la gobernabilidad, la unidad del Estado o el prestigio internacional para justificar su consolidación. Se presentan como alta política, pero su funcionamiento se asemeja más a un entramado de intereses privados que a una verdadera arquitectura democrática.

La opinión pública, bombardeada por relatos cuidadosamente diseñados, asumiría como inevitables ciertos retrocesos: se normalizarían los ataques selectivos, las filtraciones interesadas, los juicios mediáticos paralelos, las campañas de desprestigio y la cooptación de espacios críticos. El espacio público se transformaría en un tablero inclinado, donde algunos jugarían con ventaja permanente.

Las democracias sólidas no son las que ocultan sus contradicciones, sino las que las enfrentan con valentía. Eso exige revisar cómo se ejerce el poder, no solo en sus formas visibles, sino en sus zonas grises

Ante estas estructuras —si existieran— la democracia solo podría defenderse con más democracia. Sería necesario aplicar medidas concretas frente a un escenario hipotético como el descrito.

No bastaría con proclamar la separación de poderes en el texto constitucional: habría que garantizarla mediante procedimientos transparentes para la elección de altos cargos judiciales y fiscales, con participación de órganos independientes y criterios meritocráticos. Cualquier conflicto de intereses debería auditarse con rigor.

Asimismo, las plataformas financiadas con fondos públicos de cooperación internacional deberían rendir cuentas ante organismos independientes. Sería indispensable conocer el destino de los fondos, sus beneficiarios y el impacto de sus acciones en procesos judiciales o diplomáticos sensibles.

Tampoco bastaría con eso. La defensa del relato democrático requeriría medios libres, diversos y financiados de manera transparente. No puede admitirse que el dinero público o el acceso privilegiado a fondos construya burbujas narrativas impermeables a la crítica.

Porque en toda democracia sana, los movimientos que cuestionan el statu quo deben poder organizarse y expresarse sin miedo a la represión. Esto implica protección jurídica, acceso a medios y fiscalización internacional de los procesos judiciales en los que estén involucrados.

En un mundo globalizado, los controles nacionales resultarían insuficientes. Sería necesario fortalecer mecanismos supranacionales para impedir que redes informales condicionaran decisiones judiciales, diplomáticas o económicas sin rendición de cuentas.

Si estuviéramos ante un escenario como el descrito —siempre en clave hipotética— uno de los grandes desafíos democráticos sería gobernar lo que no se ve. Las redes de poder informal no figuran en boletines oficiales, no están sujetas a escrutinio parlamentario y rara vez se discuten públicamente. Pero inciden en decisiones fundamentales.

El compromiso democrático no se agota en celebrar elecciones. Implica garantizar la libertad de expresión real, una justicia imparcial, acceso equitativo al poder y protección efectiva de los derechos de todos

Para hacerles frente, el primer paso es nombrarlas; el segundo, analizarlas; y el tercero, someterlas a las reglas del juego democrático. Porque lo que no se controla, se perpetúa. Y lo que se perpetúa sin control, erosiona la legitimidad del sistema.

Las democracias sólidas no son las que ocultan sus contradicciones, sino las que las enfrentan con valentía. Eso exige revisar cómo se ejerce el poder, no solo en sus formas visibles, sino en sus zonas grises.

Si un sistema permite que actores ya no electos, ajenos a cualquier control institucional, influyan directamente en los resortes clave del Estado, la ciudadanía deja de decidir su destino y pasa a participar en un simulacro cuidadosamente orquestado.

El compromiso democrático no se agota en celebrar elecciones. Implica garantizar la libertad de expresión real, una justicia imparcial, acceso equitativo al poder y protección efectiva de los derechos de todos, incluso de quienes piensan distinto, proponen alternativas o cuestionan los cimientos del sistema.

En todo caso, si alguna vez se detectara una red como la aquí descrita, no bastaría con denunciarla. Sería imprescindible desarticularla, democratizarla y someterla a las reglas del juego público. Solo así podrá sostenerse, con integridad y futuro, una democracia digna de tal nombre.

Y si al leer estas líneas alguien creyera ver reflejadas estructuras específicas, actores concretos o estrategias conocidas, quizás no esté proyectando, sino reconociendo. Porque cuando lo real y lo hipotético se parecen demasiado, es probable que ya no estemos hablando de suposiciones, sino de la política española actual, con sus nombres, sus redes y sus genuinos líderes.