La decisión del Tribunal Supremo de autorizar el clonado y acceso a los dispositivos del Fiscal General, en el marco de una investigación por revelación de secretos, ha abierto un debate inquietante: para investigar una presunta infracción de confidencialidad, se recurre a medidas que pueden vulnerar la confidencialidad de muchas otras causas judiciales y, posiblemente, de secretos de Estado. Es fundamental aclarar que no se trata de defender una zona de impunidad para los fiscales, ya que pueden delinquir y deben responder por sus actos. Sin embargo, la desproporción de esta actuación sugiere que el objetivo podría estar desalineado de la conducta concreta imputada y apuntar a factores que difícilmente encajan en un sistema democrático.

En este punto, resulta imposible no recordar que tanto los independentistas catalanes como yo mismo hemos sido objeto de medidas de intervención igualmente desproporcionadas, con afectación directa a derechos fundamentales similares a los que ahora se encuentran en juego en el caso del Fiscal General. Muchas de estas medidas se adoptaron a instancias del propio Ministerio Fiscal y durante el mandato actual. Nos hemos enfrentado a registros e investigaciones en los que la privacidad y confidencialidad parecieron ser un daño colateral asumido por el sistema, y cuyas consecuencias afectaron tanto a las personas investigadas como a terceros vinculados indirectamente. La experiencia nos ha enseñado que la aplicación desmedida de estas medidas erosiona el derecho a la privacidad y, en última instancia, debilita el respeto por el debido proceso.

El Código Penal, en su artículo 417, establece penas de hasta cuatro años de prisión para la revelación de secretos en ciertos casos, lo cual permite, formalmente, la aplicación de medidas restrictivas como la entrada y registro en dispositivos personales, según lo establecido en el artículo 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. No obstante, el cumplimiento formal de este requisito no es, en sí mismo, una justificación suficiente para adoptar medidas tan invasivas cuando existen opciones menos gravosas y respetuosas de la privacidad de terceros.

La falta de supervisión y de equilibrio en el uso de medidas de intervención pone en cuestión la función del poder judicial como protector de derechos, al mismo tiempo que resalta la necesidad de un contrapoder que limite su actuación

La gravedad de la acusación contra el Fiscal General, en este contexto, no parece justificar el uso de una medida tan extrema. Existían y existen alternativas que podrían haber permitido investigar los hechos sin poner en peligro otras causas ni recurrir a métodos de intervención propios de casos de mayor gravedad. El principio de proporcionalidad exige agotar todas las alternativas antes de aplicar medidas que, indirectamente, puedan vulnerar derechos fundamentales y comprometer información crítica.

Otro aspecto relevante en este caso es la falta de uniformidad en los criterios utilizados. No parece que en otros casos de presuntas conductas delictivas atribuibles a fiscales se hayan adoptado medidas similares. Este tratamiento desigual genera una incertidumbre jurídica notable y sugiere que la falta de consistencia en los procedimientos podría obedecer a factores ajenos al principio de igualdad ante la ley. La justicia debe aplicar criterios uniformes para asegurar su legitimidad, en lugar de adoptar medidas excepcionales en algunos casos, mientras opta por enfoques menos invasivos en otros.

Más allá de las circunstancias individuales del caso, esta decisión refleja un patrón de actuación desproporcionada del que hemos sido testigos directos quienes, como los independentistas catalanes y yo mismo, hemos enfrentado intervenciones injustificadamente intrusivas. Sin embargo, en el caso del Fiscal General, el desafío adquiere una dimensión que no solo afecta a la persona investigada, sino que se convierte en un reto añadido para la institucionalidad del Estado. Actuar contra una figura de su nivel y permitir que información sensible quede expuesta supone un riesgo sistémico, ya que el poder judicial, en esta intervención, carece de mecanismos eficaces de control externos que puedan frenar o moderar decisiones potencialmente abusivas.

Esta falta de supervisión y de equilibrio en el uso de medidas de intervención pone en cuestión la función del poder judicial como protector de derechos, al mismo tiempo que resalta la necesidad de un contrapoder que limite su actuación cuando las decisiones exceden el ámbito de proporcionalidad. En este contexto, la actuación refleja un sistema que, en ocasiones, parece operar sin el equilibrio adecuado y sin un análisis crítico de las consecuencias de cada medida, dejando al descubierto una estructura en la que el principio de proporcionalidad puede quedar relegado frente a intereses que no siempre están alineados con la protección de los derechos fundamentales.

Los datos manejados de forma inadecuada no solo pondrían en peligro la legitimidad de otras causas, sino que reflejan un fallo sistémico en la protección de los derechos de las personas investigadas

Otro aspecto esencial de esta medida es la cantidad y perfil de las personas que tendrán acceso a la información contenida en los dispositivos del Fiscal General. Entre estos perfiles se incluyen funcionarios de diversa índole, profesionales del derecho e incluso técnicos, cada uno con diferentes interpretaciones y grados de compromiso ético. En un sistema ideal, los datos que excedan el objeto de la investigación deberían ser eliminados mediante el proceso de “expurgo”, una práctica regulada que asegura que únicamente la información relevante sea considerada. Sin embargo, la experiencia demuestra que los expurgos rara vez se realizan de manera efectiva, y que datos sensibles suelen filtrarse, apareciendo más temprano que tarde en diversos medios de comunicación. Esta práctica cuestionable aumenta el riesgo de una interpretación sesgada de la información obtenida, creando un escenario mediático y jurídico que compromete la imparcialidad y garantías del proceso en que se adoptan.

La difusión de estos datos en los medios, con las consiguientes interpretaciones sesgadas, generará un efecto en cadena: en primer lugar, provocará un aluvión de nulidades en otros procedimientos, ya que cualquier información que se haya manejado sin las debidas garantías podría ser impugnada. En segundo lugar, la credibilidad de los sistemas de defensa de cientos de investigados en causas relacionadas se vería erosionada, ya que sus datos, protegidos por el principio de confidencialidad, habrían sido expuestos de manera irregular.

El efecto combinado de estas nulidades y de la falta de credibilidad afectará de manera directa a los derechos procesales de muchos implicados en otros procedimientos que no guardan relación con los hechos atribuidos al Fiscal General, así como a la calidad del proceso judicial en su conjunto. Los datos manejados de forma inadecuada, al margen de los fines de la investigación, no solo pondrían en peligro la legitimidad de otras causas, sino que reflejan un fallo sistémico en la protección de los derechos de las personas investigadas.

Sin un control adecuado sobre la confidencialidad de los datos y sin garantías de que el acceso a la información esté regulado, la justicia corre el riesgo de dejar de ser un bastión de derechos, convirtiéndose en un canal de filtraciones y prejuicios

Este fallo sistémico se traduce en un uso desigual de la justicia y en un tratamiento que carece de uniformidad, generando inseguridad jurídica y debilitando la confianza en la imparcialidad del sistema. Además, revela una tendencia inquietante hacia un poder judicial que, en lugar de actuar como garante de derechos, puede convertirse en una herramienta de control y vulneración de la privacidad, sin que exista un adecuado contrapoder que equilibre sus decisiones.

Es irónico, incluso paradójico, que el procedimiento en contra del Fiscal General se origine en una supuesta revelación de secretos a un medio de comunicación. Y, sin embargo, no podemos asegurar que los datos obtenidos de sus dispositivos no acaben, a su vez, en manos de otros medios de comunicación. La historia nos muestra que este tipo de datos suelen terminar en el ojo público, generando un ciclo de filtraciones que atenta contra el respeto al secreto y la confidencialidad judicial, pilares de un proceso justo y equilibrado.

La falta de garantías de confidencialidad para los datos obtenidos refleja una vulnerabilidad en el sistema, que expone a cualquier investigado al escrutinio público a través de filtraciones, y que afecta tanto a la credibilidad de la justicia como a la privacidad de los afectados. Esta paradoja erosiona el principio de proporcionalidad y pone en tela de juicio la legitimidad de un procedimiento que, al intentar investigar una revelación de secretos, corre el riesgo de convertirse en una nueva fuente de exposición mediática no regulada.

Sin un control adecuado sobre la confidencialidad de los datos y sin garantías de que el acceso a la información esté regulado, la justicia corre el riesgo de dejar de ser un bastión de derechos, convirtiéndose en un canal de filtraciones y prejuicios. Este ciclo de vulneración y exposición de datos muestra una fragilidad en el sistema que, lejos de proteger los derechos fundamentales, los convierte en un bien desechable ante las necesidades del poder. En última instancia, esta paradoja debilita la confianza ciudadana en el sistema de justicia, un pilar fundamental para cualquier democracia.