El Tribunal Supremo español se niega aplicar la ley de amnistía aprobada por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados y se ha permitido expresar su opinión política contra la ley. Tampoco le gustaba la ley de garantía integral de la libertad sexual, conocida como ley del “solo sí es sí”, y para demostrarlo la ha interpretado para rebajar la condena de uno de los violadores de la Manada. Además de la fiscalía, todo el mundo, pero incluso quienes aplauden la actuación del Tribunal, saben que el Supremo actúa no jurídicamente, sino políticamente en contra de lo que disponen las leyes y sobre todo en contra de la voluntad del legislador.
Amparados por el Supremo y por el Consejo General del Poder Judicial, que es a quien corresponde velar por el correcto comportamiento de los encargados de impartir justicia, los jueces, Aguirre y García-Castellón han expresado públicamente y sin vergüenza alguna que no son imparciales cuando tratan casos en los que están implicados políticos o activistas independentistas catalanes y Aguirre incluso ha declarado que con su actuación toma partido para hacer caer el gobierno que preside Pedro Sánchez.
El Tribunal Constitucional español, ahora con mayoría dicha progresista, ha decidido amparar a los condenados por el caso de los ERE, el mayor escándalo de corrupción de los socialistas, y todo apunta a que los principales altos cargos evitarán el ingreso en prisión que había sentenciado el Tribunal Supremo. También en este caso todo el mundo, partidarios y contrarios, sospechan que el Constitucional actúa no con imparcialidad, sino con favoritismo hacia los dirigentes socialistas condenados por el Supremo.
De hecho, el Gobierno español ya ha dicho que confía que el Constitucional fuerce la aplicación de la amnistía —no se sabe cuándo ni cómo—, no tanto porque los condenados e investigados sean independentistas, sino porque la amnistía es una iniciativa impulsada por el gobierno que propició la mayoría progresista en el Tribunal de garantías. Y ya veremos.
No estamos ante un problema local. El Tribunal Supremo de Estados Unidos ha sentenciado, a cuatro meses de las elecciones presidenciales, que Donald Trump tiene inmunidad penal por los actos realizados en el ejercicio de su cargo. Le han allanado el camino de la campaña los tres jueces que nombró al propio Trump y los tres que llamaron a los presidentes republicanos Bush padre y Bush hijo. Las tres juezas, nombradas dos por Obama y una por Biden, se han escandalizado considerando que la sentencia convierte al presidente en un monarca que puede saltarse la ley impunemente (como se ha comprobado en España, también sin vergüenza alguna por parte de nadie). En Washington, la vergüenza ha llegado hasta el punto de que la republicana Liz Cheney, hija del exvicepresidente Dick Cheney bajo presidencia de George W. Bush, ha escrito: “Ningún presidente que intente robar una elección y tomar el poder tiene derecho a inmunidad para estos actos”.
Las arbitrariedades del Poder se han convertido en una nueva normalidad contraria a los principios democráticos. Las injusticias y abusos de los poderosos han existido siempre. Lo que ha cambiado es que ya nadie tiene vergüenza de nada.
La teoría de Montesquieu sobre la división de poderes se planteó como un antídoto contra la arbitrariedad del poder, constatando que el poder sin límites se convierte inevitablemente en una tiranía y fueron las tiranías las que provocaron las revoluciones denominadas burguesas. Sin embargo, las arbitrariedades de los poderes se han convertido en una nueva normalidad contraria a los principios democráticos. Las injusticias y abusos de los poderes han existido siempre. Lo que ha cambiado es que ya nadie tiene vergüenza de nada.
Si nos situamos en el siglo XX, la caída del nazismo y el fascismo y la irrupción del comunismo forzó a las democracias occidentales a cargarse de razones, tanto en el ámbito político como en el económico. La política era el instrumento para ensanchar derechos y libertades y propiciar un reparto equitativo de la riqueza. Las democracias eran capitalistas, pero consolidaron algunos derechos laborales, el derecho a la salud y la educación, las pensiones públicas… y un poder judicial encargado de garantizar la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, entendida como la expresión de la voluntad popular. El éxito de las democracias y el consecuente estado del bienestar fue tan evidente que ciudadanos del bloque soviético se jugaban la vida para pasar al otro lado y nunca al revés.
Sin embargo, parece que con la caída del comunismo las democracias ya no necesitaban competir ideológicamente. Francis Fukuyama lo describió en El fin de la historia (The End of History and the Last Man) afirmando que “El fin de la historia significa el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen las necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en este tipo de batallas”. Es decir, que como ya no hay peligro de revolución, el capitalismo no debe sufrir ni tener vergüenza. El objetivo por el bien común ha quedado relegado porque la prioridad es “satisfacer las necesidades a través de la actividad económica” y los que pueden aprovecharlo no se reprimen. Esto dio lugar a lo que Raimon Obiols denominó hace ya unos años como “la apoteosis barroca del dinero”, cuando la corrupción afectaba sin excepción a gobiernos de todos los países democráticos, un fenómeno que ha experimentado un crecimiento sostenido producto de la connivencia de los poderes políticos, judiciales y económicos como demuestran las puertas giratorias que se han instalado entre el poder político y el financiero, convertidos uno en la prolongación del otro. Lejos queda el tiempo en el que, al menos, se guardaban las formas. Los gobernantes, los jueces eran entonces gente de prestigio. Ahora, la gobernanza ha quedado como un simulacro de servicio público que se utiliza como coartada de una voracidad insaciable de poder.
Los multimillonarios que tienen una fortuna de al menos 100.000 millones de dólares son un 120% más ricos que hace una década. En España, el 10% más rico de la población tiene más de la mitad de la riqueza del país. Los contribuyentes que declaran ganancias de más de 601.000 euros se dispararon un 25%. La concentración extrema en sectores clave y la parcialidad fiscal provocan una creciente desigualdad que hace que el 50% de los hogares más pobres en España apenas lleguen al 7,8% de la riqueza total. Más de 12,8 millones de personas declararon ingresos anuales por debajo de 21.000 euros.
El artículo 47 de la Constitución española declara que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”. La semana pasada dos hermanas del barrio de Sant Andreu de Barcelona se suicidaron justo antes de ser desahuciadas de su hogar por una deuda de 9.000 euros. El Poder carece de vergüenza.