Pienso que ha llegado la hora de tu cant a Vicent. Tendrías que confesar que temías el momento, pero en realidad no quieres decirlo. Ahora pasa un autobús impulsado por biometano Urgell arriba, hay también un ciclista de Glovo que pedalea la comida de alguien perezoso calle París hacia allá y hay una amable, una triste y una pequeña patria recitada por Ovidi Montllor en los auriculares del móvil. No quieres escribir, pero no puedes parar de escribir. De hecho, hace exactamente veinte años que vas escribiendo este canto dentro tuyo. Sin solemnidad, quizás, pero también sin pausa, ya que hay versos que son como un recuerdo de niñez y retornan a menudo en la punta de la lengua, casi sin querer, como una lágrima o un bostezo, al igual que vuelve el olor de la cocina de la abuela cuando se tiene hambre. Baudelaire decía que el poeta se tiene que alejar de la 'intoxicación del corazón' que provocan los recuerdos personales, pero tú no quieres distanciarte porque no eres poeta, para empezar, y también porque esta semana has leído La veu d'un poble (Siembra Libros, 2024), la magnífica biografía del poeta Vicent Andrés Estellés escrita por Pau Alabajos, y poco a poco, en cada página, has visto cómo el canto de Vicent crecía.
Lentamente, tú también lo mirabas crecer como un crepúsculo y recordabas por qué fue con él que aprendiste que sin las intoxicaciones del corazón no podía existir la literatura. Te habían hablado en la escuela de los escritores programáticos, de las rimas y las estructuras, de los poetas de que cuando se disponen a escribir "calculan las distancias desde la cabeza al papel./ Discretamente ensayan poco después el ademán./ Últimamente escriben, y escriben cosas pulcras,/ quizás renacentistas, perfectamente inútiles, sin las cuales los hombres trabajan, aman, mueren". Te habían hablado de todo eso, pero un día apareció un grupo que se llamaba Obrint Pas y en una canción dejó caer un verso de un tal Estellés y después apareció otro que se llamaba La Gossa Sorda y en otra canción dejó caer directamente el nombre del poeta, y más o menos en el mismo momento apareció el nuevo disco de tu grupo preferido, Inadaptats, que se titulaba Homenatge a Ovidi y tenía canciones de un tal Ovidi Montllor, un cantautor que no conocías y de quien empezaste a averiguar cosas hasta acabar chocando con una canción que no era cantada, sino recitada, y que se decía Los amants y hablaba de rodar por el suelo entre abraços i besos. Tenías dieciséis años y tú también ignorabas Petrarca, las Estances de Riba o las Rimas de Bécquer, y también soñabas un amor brusco y salvaje.
Todo lo recuerdas ahora mientras una señora tiende la ropa en un balcón de la calle Villarroel y este canto va creciendo dentro tuyo, pero no sabes si escribirlo. ¿Por qué hacerlo? "No sé ben bé per què conte ací tot açò", escribió Estellés sin querer escribir, sin calcular distancias con el papel, sin tener vergüenza de dejar inscrito en el poema su sentido de la realidad e incluso de la autoconciencia de escribir. También está el conserje que barre la acera delante de la finca que vigila, está la enfermera que fuma en la entrada de urgencias del Sagrat Cor, esperando la llamada de alguien que se está muriendo, o quizás de alguien que está a punto de nacer, y está el jubilado que hace el café con leche leyendo las protestas de los campesinos en el diario que mañana servirá para secar el suelo fregado, y la chica que espera un bocadillo de tortilla mientras mira TikTok, y el camarero que toma nota a dos turistas que se sientan con el sol de cara leyendo la Lonely Planet sin saber que tú los miras y piensas que este chaflán del Eixample en su totalidad también puede formar parte de tu canto, ya que toda poesía es posicional y un bar de menús puede representar la misma posición de alguien dentro del universo. También un simple pimiento tostado enzarzado de aceite crudo, cortadoen tiras, "mes no massa torrat, que el desgracia".
Si habías llegado a Los amants por vía de Ovidi, llegaste al poema del pimiento gracias a Feliu Ventura, otro cantautor, que lo recitó en un concierto en el Forat del pany de Vilafranca del Penedès el año 2006 y en el último verso, aquel que dice aquello de "me'l mire en l'aire,/ de vegades arribe a l'èxtasi, a l'orgasme,/ cloc els ulls i me'l fot", te diste cuenta que también se podían escribir poemas sobre pimientos escalivados, y que eso tampoco te lo habían enseñado en la escuela, y desde aquel día ya nunca más te has vuelto a mirar igual los pimientos, ni la fruta confitada, ni el vino rosado, ni la butifarra de huevo, ni el café, ni ninguno de los alimentos que eucarísticamente, o mejor dicho poéticamente, ya hace un tiempo que osas glosar en este mismo periódico digital donde quizás escribirás este canto. Demasiadas cosas en ti nacieron después de la aparición de Estellés en tu vida hace veinte años, quizás, y no te hace vergüenza darte cuenta de ello y decirlo, e incluso cantarlo. Con él descubriste otra manera de hacer poesía, de decir las cosas, de incluir la cotidianidad dentro de los versos, de agrandar la conciencia social del yo poético, del uso de la ironía, de la superación de la dicotomía entre culto y popular, de la alternancia de voces entre el yo poético y el tú poético, de la urbanidad como condena y la ruralidad como arcadia, e incluso del amor en Italia como leimotiv vital.
Si el año 1950 el grandísimo Joan Brossa personificó un libro escrito por él titulándolo Me hizo a Joan Brossa, quizás ya es hora que tú también personifiques al escritor que hoy dices ser y confieses. Di: sí, me hizo Vicent Andrés Estellés y desde hace muchos años su estética está soterrada en todo lo que hago, todo lo que digo y todo lo que siento, como el poso de aquellos vinos con veinte años de crianza. Te has criado con él, por eso el primer lugar donde siempre quieres ir de vacaciones es Italia, pero el segundo está dentro del Coral romput, el mejor poema largo del siglo XX escrito en nuestra lengua, una polifonía hecha de versos alejandrinos. Te quedarías a vivir en él. Te gusta escucharlo los días de lluvia, por la mañana, en el sofá de casa, si puede ser en domingo, mientras preparas el café y Haidé todavía duerme. El poema te recuerda a cuándo eras joven y no comprendías el amor como una costumbre pacífica. Eras muy joven. sí, cuándo escuchaste por primera vez aquel disco, con la guitarra del Toti Soler bordando cada arpegio como si fuera el mismo Dios quien lo estuviera tocando. Recuerdas que lo descubriste un día de la Mercè y habías acabado de imprimir el primer borrador de tu Trabajo de Investigación "Ovidi Montllor, referent transversal entre la cançó d'autor i el punk a Catalunya". Al día siguiente lo tenías que entregar. Hacía poco que habían acabado las vacaciones y los empalmes de fiesta mayor, pero todavía tenías aquella chica que ahora ya es madre en la punta de los labios, como un recuerdo tatuado.
Abriste el Messenger, viste que ella estaba en línea y estuviste cinco minutos sin atreverte a decir nada, al igual que ahora no te atreves a escribir este canto a Vicent y a argumentar que la poesía de Estellés es de una radical modernidad, tal como te explicó Pere Ballart en la asignatura de Teoría de la poesía que te reventó la cabeza, como aquellos amores que hacen saltar los plomos, cuando empezaste a estudiar en la UAB. Pero ahora no estábamos en la universidad, sino unos cuantos meses antes, el año anterior, cuando con el Messenger abierto te pusiste en estado 'Ausente' y apretaste play al Coral romput, aquel disco que te habías descargado de eMule hacía medio año y que, sin saberlo, te acompañaría ya de por vida. Conectaste los altavoces y, aprovechando que tus padres no estaban en casa y podías poner la música a todo volumen, te pusiste a escuchar aquello mientras planchabas la ropa limpia. Una hora sin chat, sin móvil y sin radio, solo con las camisetas, con la plancha, con la voz de Ovidi y contigo. Y aquella primera noche de otoño, claro está, medio color de cenicero medio color de polvareda. Recuerdas que pensaste muchas cosas durante aquel rato, tantas que incluso tuviste ganas de ir deprisa hasta el ordenador, poner pausa en el reproductor del Winamp, abrir el Messenger y escribirle a aquella chica a quien no sabías si escribir.
Escribirle lo que fuera, como por ejemplo que que otoño viene de recompensa o que Mercè viene de agradecimiento. Querías escribirle que te habías imaginado una escena de vosotros dos, una escena de los dos en la cual tú le decías que estabas triste, que el cielo no acompañaba, que tenías miedos y que te preocupaba pensar que a diecisiete años recién hechos conectabas más con las canciones de desamor que no las de amor loco. Quizás por eso te gustaba un poema que, en realidad, habla de la muerte y el dolor por un mundo imperfecto. Y también querías decirle, además, que en aquel día empezaba el otoño, el inicio de la pequeña muerte. Lo cierto, sin embargo, es que no llegaste a escribirle nunca nada de eso, porque ya entonces querías vivir más que escribir, aunque no siempre lo consigues hacer, como tampoco lo conseguía Estellés, y entonces, de golpe, aquella noche, acabaste de planchar, Ovidi dejó de recitar y ella se convirtió, toda ella, más en una musa que en una persona, más en una idea de amante que en una amante, más en el sujeto elíptico de una canción que estuviste cantando una pila de años que no en una chica. Pero eso no es exactamente el canto que querías escribir hoy, por lo tanto, más vale dejarlo estar. No te pongas solemne y deja el énfasis, que ya has llegado al trabajo y el ascensor está a punto de llegar, y ahora estás bien aquí, con los tuyos, con los pobres que trabajan y esperan. Más adelante, algún día, quién sabe, escribirás tu canto a Vicent Andrés Estellés.