La huella de Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia de 1964 a 1978, está aún presente en muchas iglesias de la antigua capital de Polonia. Ya convertido en el papa Juan Pablo II, su poder se extendió por todo el país, y es en Varsovia, la capital, donde el poder casi sobrenatural del pontífice se palpa en todos los rincones de una ciudad con más iglesias por ciudadano de las que recuerdo en cualquier ciudad, con perdón de los vicenses. Y, casualidades de la vida, mientras hablo de este papa ya beatificado por no sé qué caray de milagro —quizás el de haberse convertido en el mejor agente secreto del neoliberalismo— anuncian por la radio la muerte del papa Francisco, y pienso en J.D. Vance, el vicepresidente de EE.UU., un hombre convertido al catolicismo en el año 2019, más papista que el Papa y más fervoroso que Torquemada, y una de las últimas personas con las que el difunto Pontífice se entrevistó. Cuentan que poco después del encuentro, el papa Francisco estaba pálido como la página de un libro todavía por escribir, turbado por el discurso ultra de un fanático que entiende la caridad cristiana como un Juicio Final, con Donald Trump convertido en Dios Nuestro Señor. No debió ser fácil para el papa Francisco encontrarse cara a cara con un nuevo ángel caído, que se suma al postapocalíptico dream team liderado por Lucifer, Semyazza, Azazel, Gadreel, Mefistófeles, Belial o Grigori. La autopsia ha dictaminado que el papa Francisco ha muerto de un ictus, y es que el aliento de J.D. Vance puede detener el flujo sanguíneo de cualquier mortal, aunque no tenga números para ser beatificado, previo paso a la santificación. Ahora veremos si el próximo Pontífice es del gusto de los poderes económicos y políticos que, a diferencia de 1979, están identificando a los nuevos enemigos de Occidente para apuntar los misiles. El nuevo Papa podría tener la potencia de una ojiva nuclear.

Para los polacos, ningún Papa ha poseído el carisma de Juan Pablo II, y ningún Papa logrará rebajar el impromptu de un papado que los liberó del comunismo y les dio conciencia de pueblo elegido por Dios. En estos días Santos, las iglesias católicas de Polonia están llenas de fieles deseosos de confesión y las hileras ocupan el espacio que en otras circunstancias ocuparían tipos como yo, con confesiones todavía por vomitar, pero sin un purgatorio para pasar las penitencias antes de entrar en uno de los siete cielos de Jaume Sisa.

Los polacos son mucho más antipáticos que nosotros, los "polacos", pero al menos tienen las riendas de un país para poder cagarse en todo, incluso en los impostores

Los polacos son muy antipáticos y, a pesar de que tienen fama de trabajadores, poseen el don de la lentitud e impregnan su gestualidad de un ritmo cansado, propio de un país castigado por los calores incendiarios. Y estudiándolos, mientras espero a que me sirvan un café preparado por tres personas descoordinadas, me pregunto por qué a los catalanes se nos llama "polacos" en el resto de España. "Quizás por la fama de antipáticos y tacaños", me digo, "o quizás por vivir en un territorio donde, como en Polonia, se han meado los Sefarad de turno", me repito mientras compruebo —en cuanto me lo llevo a los labios— que el café está frío y que la espuma que preparaba a la tercera persona en discordia ya tiene el color desmayado de la leche de un hombre con problemas de próstata. Los Sefarads, para los polacos, son los alemanes y los rusos, y aunque barbaridades como las del gueto de Varsovia y la matanza perpetrada en el bosque de Katyn no parezcan comparables, algunos episodios vividos en Catalunya después de 1939 son aterradores.

Resulta, aunque tampoco puede aseverarse científicamente, que el origen del sobrenombre "polaco" se remonta a una época en la que los catalanes que hablaban en catalán todavía no conformaban una reserva india en la propia Catalunya. Y cuando estos catalanohablantes coincidían en los cuarteles, terminada la Guerra Civil, los estamentos militares y algunos elementos de la tropa nos empezaron a llamar "polacos", incapaces de entender una lengua extraña y peligrosa para la unidad de la patria. Un artículo publicado en este diario el 16 de septiembre de 2023 lo explica perfectamente: si para los alemanes no había peor persona que un "pollacken", para un español no había ser más despreciable que un catalán. Y después del viaje por Polonia, lo único que une a los polacos con los "polacos" es el menosprecio racista y excluyente que sienten hacia nosotros nuestros vecinos.

La primera vez que me llamaron "polaco" fue en Londres. Era joven, hice amistado con un grupo de exmilitantes de Fuerza Joven —entonces, ya votantes de AP— y me hizo gracia, a mí, que estaba como las maracas de Machín, y la vida me pedía conocer a ejemplares de ese talante moral. Con los días, pasé a ser "el polaco loco", debido a mis excentricidades. Pero ya en la mili, el término empezó a molestarme por la mala leche con la que lo escupían los militares, sobre todo los chusqueros, y —pasados los años— no solo asumí mi condición, sino que una vez que viví en Madrid, me congratulé de ser un "polaco de mierda", un "puto polaco" y no saltar para hacerme perdonar cuando, desde los campos de fútbol, gritaban "es polaco el que no bote".

Es cierto. Los catalanes tenemos fama de antipáticos, pero comparados con los polacos, somos de una empatía primaveral. Pero que no se preocupen los ciudadanos de Sefarad. Los "polacos" somos un pueblo predestinado a la capitulación, ahora que gozamos de la Generalitat de todos los catalanes y que arranca la Diada de Sant Jordi, la de todos los catalanes, con un diálogo institucional entre el Molt Honorable Salvador Illa, el president de todos los catalanes, y el académico Javier Cercas, escritor caracterizado por su capacidad de concordia. Es cierto. Los polacos son mucho más antipáticos que nosotros, los "polacos", pero al menos tienen las riendas de un país para poder cagarse en todo, incluso en los impostores.