Con nombre y apellidos, ¿eh? Como en casi ningún caso, y menos aún si es extranjero. Hasta hace unos días el policía con nombre y apellidos, comisario principal en Catalunya, era casi un héroe. Así lo parecía confirmar la despedida de jubilación con ovación de compañeros y retransmisión mediática del acto incluidas. Pero le ha faltado tiempo al delegado del Gobierno en Catalunya para salir a declarar que está dispuesto a retirarle a título póstumo todas las condecoraciones recibidas a quien parece ser el autor de la muerte de su pareja, de la que se estaba separando, y de su exmujer. Como queriendo borrar el delegado ante los vivos lo que al muerto ya puede importarle bien poco.
En domicilios y poblaciones distintas, con la misma arma, parece ser, por el mismo sujeto, parece ser. Lo fácil es hablar como se ha hecho: consternación de quienes se preguntan cómo pudo ser en un hombre que parecía tan correcto; indignación política (y así hemos visto a Salvador Illa diciendo que no lo vamos a permitir más y nos daría la risa si no fuera la situación para llorar) y análisis supuestamente técnicos que siempre llegan después o, si lo han hecho antes, sencillamente no han resuelto nada. Dicen que es otro caso de machismo estructural las mismas sociólogas antropólogas o psicólogas que aceptan el velo en la cabeza de mujeres a las que, según el Corán, si les pegan, ellas sí saben por qué. Del machismo practicado sobre sus carnes ni sabemos nada ni parecemos especialmente interesados en saber. Los nombres, sus golpes, su asfixia no aparecen en ningún diario. Pero ahí están. No son micro, son macro, y ahí están.
El ser humano es algo más complejo e insondable de lo que los estereotipos permiten comprender
En términos de igualdad entre hombres y mujeres, y me excuso ante quien niegue esas categorías, la nuestra es una sociedad perfectible, pero si durante años nadie habló de ese policía como maltratador, quizás sea porque el mecanismo al que puede haber respondido su, por cierto, presunta acción homicida sobre dos mujeres quizás deba analizarse desde otra perspectiva. De la misma manera en que hemos analizado como anomalía psicológica la acción asesina del muchacho que ha apuñalado a otro más pequeño en Mocejón, reconocer que hay hombres que matan mujeres porque creen que tienen derecho no nos permite asegurar que cualquier reacción visceral con idénticos autores y víctimas e idéntico resultado responden al mismo esquema, sobre todo en esos casos en que quien se lleva por delante la vida de otros lo hace también con la suya propia. Porque, ¿qué placer habrá obtenido si tras matarlas ha acabado suicidándose?
El ser humano es algo más complejo e insondable de lo que los estereotipos permiten comprender. Decimos a menudo que el suicidio esconde un misterio que quien muere se lleva a la tumba. Tal vez en este caso ha sucedido algo así. O no. No lo sabemos. Plantear la duda nada quita a la tragedia, excepto volver a caer en simplismos, eslóganes y consignas, como la de que por ser policía sea más propenso a maltratar a propios y a extraños. Para quien crea en ellas, vuelvo a recomendar el Yo, Pierre Rivière, de Michel Foucault, tristemente de nuevo actual, donde un procesado por el asesinato de su madre y su hermana explica cómo quiso acabar así con la violencia psicológica que éstas ejercían sobre su padre. No estoy diciendo que éste fuera el caso, por supuesto, pero sí me sirve para reprochar la frivolidad con la que escucho estos días analizar sujetos, motivos y hechos.