Pase lo que pase este domingo en la segunda vuelta de las elecciones legislativas en Francia, marcará un antes y un después en la política europea. De hecho, que Agrupación Nacional de Marine Le Pen ganara la primera vuelta ya fue un impacto. Un impacto, sí. Pero no una sorpresa. Numerosos sondeos ya apuntaban a esa posibilidad. Pero más allá de las encuestas, el indicador más relevante para poder preverlo era la evolución electoral de los últimos años de los herederos del Frente Nacional. Marine Le Pen, eurodiputada de 2004 a 2017, quedó tercera en las elecciones presidenciales de 2012, detrás de Hollande y Sarkozy. Y en 2017, segunda detrás de Macron. En la segunda vuelta de estas presidenciales recibió un 34% de voto. En las presidenciales de 2022 se repitió el mismo escenario y, en la segunda vuelta, Macron fue reelegido presidente. Marine Le Pen pasó de ocho millones de votos en la primera vuelta a trece millones en la segunda, más del 41%. En medio de esta evolución está la trayectoria de alguien que quiso desdemonizar al Frente Nacional, que expulsó a su fundador —su padre— y que en el 2016 Politico la clasificó como la segunda eurodiputada más influyente del Parlamento Europeo.

La segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas consiste en escoger entre quienes han quedado primero y segundo en la primera vuelta si no ha habido mayoría absoluta. Esto hace que la mayoría de los partidos perdedores se unan contra Le Pen. Una suerte de cordón sanitario, que es lo que representa ahora el Frente Republicano de cara a las elecciones del domingo. Este todos contra Le Pen dio victorias a Macron, pero tal y como se ha visto, Le Pen lo ha aprovechado para reforzarse. Mientras sus competidores representan una unión con bastantes fisuras y grandes contradicciones entre sus modelos ideológicos, Agrupación Nacional ha ido conformando una identidad reconocible, totalmente populista con cesiones ideológicas. Contraria a la globalización y crítica con la Unión Europea, la OTAN, la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional puede ser una de las principales representantes de lo que Fukuyama llamó la política del resentimiento. Nada que no hayamos visto también durante los últimos años en otros países de Europa, Estados Unidos, España y más recientemente en nuestro país: la política del resentimiento. Y pregunto, ¿no aprenderemos nada de todo lo que ha pasado en Francia?

Con una centralidad fuerte, los extremos sufren; con una centralidad débil, los extremos crecen

Es necesario empezar a hacerse preguntas que no son cómodas. Es necesario entender que las respuestas no serán sencillas. Es necesario asumir que ya se han cometido algunos errores. Y es necesario conjurarse contra el acomplejamiento ideológico. Y creo que todo esto será difícil. Pero es necesario. Tal como yo lo veo, quien debe asumir ese reto es la centralidad política. La tesis de que un extremo se ocupa de estabilizar al otro ha resultado un fracaso estrepitoso: ¿seguro que no pasarán o ya están en la cocina? Con una centralidad fuerte, los extremos sufren. Con una centralidad débil, los extremos crecen. Uno porque impone el relato y el otro porque reacciona en contra. Ambos con una pureza ideológica que la centralidad no puede permitirse porque tiene contradicciones. La confianza en el sistema también debe ayudar. Un sistema que tiene muchos defectos e ineficiencias. Que demasiado a menudo ha resultado corrupto y por eso sufre descrédito y desconfianza. Pero que es lo suficientemente fuerte para digerir algunos sapos. Reivindicar la centralidad, un sistema eficiente y robusto y una propuesta ideológica desacomplejada puede ser un buen inicio. Los cordones sanitarios y las grandes proclamas parece que, en Francia, no han acabado de funcionar.