El jueves, confirmada la espectacular victoria de Donald Trump en las elecciones americanas, un grupo de periodistas, todos inequívocamente contrarios a Trump, comentaban la situación con cierta preocupación hasta que uno de los reporteros, más bregado en cubrir guerras y conflictos internacionales dijo: “Al menos creo que tendremos curro. Con Trump en la Casa Blanca puede pasar de todo y en todas partes, mientras que si hubiera ganado Kamala Harris todo seguiría igual, igual de aburrido”.

Quizás sin proponérselo, el colega dio la clave de por qué ha ganado Trump y por qué ha perdido Harris. Con una opinión pública que registra un grado elevado de insatisfacción, el continuismo es siempre electoralmente perdedor. El principal argumento de Kamala Harris para que los ciudadanos la votaran a ella era que no ganara Donald Trump, es decir, que había que dejar las cosas como estaban.

Esta tendencia a pedir el voto no a favor propio, sino en contra del adversario, denota una carencia de proyecto alternativo y una escasa confianza en las propias capacidades de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. En Francia, el principal argumento electoral que utilizó Emmanuel Macron, aunque ahora sea para reír por no llorar, fue que no ganara la extrema derecha de Marine Le Pen. El principal argumento de Pedro Sánchez era y es que nadie mejor que él para frenar el acceso al Gobierno de la extrema derecha de PP y Vox. Igual que el principal argumento de Salvador Illa fue impedir la victoria de Carles Puigdemont y el de Xavier Trias evitar un nuevo mandato de Ada Colau...

A los candidatos ya no se les vota por lo que van a hacer sino por lo que dicen que van a hacer, aunque sea increíble, pero sobre todo por lo que representan. Da igual que mientan o incluso que roben, se les vota porque somos de los suyos o porque es de los nuestros

El debate democrático ha derivado en un combate entre identidades. No existe un proyecto detrás del candidato, sino una representatividad. No se les vota tanto por lo que van a hacer, sino por lo que dicen que van a hacer, aunque sea increíble. Nadie creyó que los inmigrantes se comían a los perros cuando lo dijo Trump, pero todo el mundo aplaudió. Da igual que mientan o incluso que roben, se les vota porque somos de los suyos o porque es de los nuestros. Se les vota por lo que representan y también por representar lo contrario del otro.

Así que los partidarios de uno y otro candidato desempeñan el mismo papel que los clubs de fans o los hooligans en los estadios, que son actitudes incondicionales alejadas de cualquier racionalidad. Nadie quiere saber nada de los demás, porque son adversarios. Y he aquí la polarización. Por eso los mítines se organizan con el mismo método y en las mismas instalaciones que los espectáculos multitudinarios protagonizados ya sea por estrellas del pop o por equipos de fútbol.

Este fenómeno es el que ha facilitado el acceso a la política de personajes estrafalarios como Donald Trump o, salvando las distancias, como Boris Johnson o Javier Milei, que no buscan la convicción y menos la reflexión, sino la agitación. Trump ha ganado por el macho alfa que representa, porque hace hincapié en aquellos valores consolidados que la gente comprende, o sea los de toda la vida, y porque representa lo contrario de lo que defienden otros.

Mientras Harris insistía con el derecho al aborto y aseguraba que Trump es un peligro para la democracia, el magnate de Nueva York capitalizaba a su favor la sensación de empobrecimiento que percibe lo que en otros tiempos se llamaba el proletariado

Por su parte, el Partido Demócrata, así como las izquierdas europeas, que se habían arrogado la representación de la clase obrera, cambiaron de paradigma, sobre todo a partir de la caída del Muro. Aún hoy algunos, como el PSOE, llevan escrita en el frontispicio la O de obrero. Los sindicatos de clase determinaban las políticas del Labour británico y también en buena parte de los Demócratas americanos. Al perder o renunciar al espíritu revolucionario, las izquierdas han buscado una nueva identidad asumiendo a la vez banderas diversas, un poco pero no mucho de lucha contra el cambio climático, un poco de feminismo, un mucho de LGTBI+, un poco de esta minoría étnica y otro poco de esta otra, en resumen una mezcla de identidades políticamente muy correcta de la que hablan mucho y se sienten como únicos representantes sobre todo desde el punto de visto estético, reforzado por el apoyo público de estrellas del pop y de Hollywood, desde Taylor Swift a Meryl Streep.

Hay que decir que el presidente Biden ha luchado contra esta identidad llamémosla hipster del Partido Demócrata, se ha reivindicado como el presidente del sindicalismo y ha desarrollado políticas dirigidas al pleno empleo que han revertido los desastres de la pandemia. Sin embargo, mientras Harris insistía con el derecho al aborto y aseguraba que Trump es un peligro para la democracia, el magnate de Nueva York capitalizaba a su favor la sensación de empobrecimiento que percibe lo que en otros tiempos se llamaba el proletariado, afectado por la escalada de precios.

Así que Kamala Harris ha logrado su triunfo más espectacular entre los votantes LGTBIQ+. El 86% de los votantes que se identifican como lesbianas, gais, bisexuales o transgénero votaron por Harris, según una encuesta de salida de NBC News, pero los obreros blancos, los negros y los latinos, que parece ser más y están más preocupados por su bolsillo que por otras disquisiciones han visto la opción Trump como más revolucionaria. Sí, sí, manda huevos.