No todo el mundo tiene por qué alegrarse de que Donald Trump haya vuelto a ganar las elecciones presidenciales de hace una semana en Estados Unidos. Es más, a la mayoría, en todo el mundo, puede desagradarle profundamente. Pero en ningún caso esto justifica que, en términos estrictamente democráticos, se menosprecie y se demonice un triunfo abrumador e incuestionable validado por las urnas. Eso, sin embargo, es lo que hace cierta clase política, en el conjunto de Europa, pero de manera muy especial en España y en Catalunya, desde el momento mismo en que se supo que el magnate norteamericano no solo había ganado las elecciones, sino que había arrasado ante Kamala Harris.
Esta vez, de hecho, Donald Trump incluso ha vencido de manera más holgada de la que lo hizo en 2016 ante Hillary Clinton. Ha ganado también en voto popular, con unos 5.000.000 sufragios de diferencia respecto a la candidata demócrata. Y los republicanos han obtenido la mayoría en el Senado y la han revalidado en la Cámara de Representantes, circunstancia que permitirá al nuevo inquilino de la Casa Blanca poder llevar a cabo sus políticas sin demasiados obstáculos. Hacía tiempo que no conseguían una victoria tan aplastante como esta, mientras en la otra cara de la moneda los demócratas se derrumbaban y obtenían uno de los peores resultados de su historia. Kamala Harris no fue mejor que Joe Biden y, al contrario de los pronósticos de las encuestas —o de lo que querían hacer creer quienes las manipulaban—, no actuó de revulsivo.
Se trata, pues, de un triunfo irreprochable y sin paliativos. Pero como a determinados sectores políticos no les gusta que haya ganado de nuevo, se han dedicado a denigrarlo y a cuestionar a los votantes que lo han hecho posible. En España y en Catalunya es probablemente donde más evidente es esta reacción. En lugar de aceptar deportivamente el resultado y felicitar al ganador —que es lo que marca el fair-play en estos casos—, formaciones como Sumar, Podemos, Catalunya en Comú, ERC o la CUP han optado por buscar los tres pies al gato y, por un lado, alertar de los peligros que representa una victoria así y, por otro, responsabilizar a los millones de norteamericanos que lo han votado de todos los males que esperan al mundo a causa de su mala decisión. En este escenario, estos días no ha sido difícil oír comentarios como que "la antipolítica es peligrosísima para la democracia y para el estado del bienestar, pero desgraciadamente vende y gana elecciones" (Raquel Sans, portavoz de ERC), o como que "la victoria de Trump es una mala noticia para toda la ciudadanía que entiende la política como la herramienta que mejora nuestras vidas, no que la intoxica de odio y desinformación" (Yolanda Díaz, lideresa de Sumar).
La supuesta izquierda ha hecho de la imposición de la dictadura de la corrección política, mediante la invocación de un pensamiento único convertido en amenaza a la libertad de expresión, la nueva ortodoxia
Son solo dos ejemplos de los miles de comentarios displicentes en contra de quien volverá a ocupar la Casa Blanca que circulan por parte del wokismo de una supuesta izquierda, que ha hecho de la imposición de la dictadura de la corrección política, mediante la invocación de un pensamiento único convertido en amenaza a la libertad de expresión, la nueva ortodoxia. Una corriente que hace tiempo que ha perdido la carta de navegación y que tanto daño está haciendo a la sociedad occidental, sobre todo en Europa y ahora también en Estados Unidos, representada en este caso por el Partido Demócrata más escorado a la extrema izquierda de la historia. En realidad, es por culpa de la inacción de estas fuerzas políticas, también de los llamados partidos tradicionales en algunos casos, que en todas partes surgen alternativas para ocupar un espacio que ha quedado vacío. Una de ellas es la que encarna Donald Trump, de quien se puede decir, si se quiere, que es un político populista, en el sentido de que se aprovecha de las aspiraciones del pueblo para sacar beneficio, pero nada más, ni nazi ni fascista ni racista ni nada parecido por el solo hecho de no abrazar la agenda woke y de querer combatirla (entre los primeros anuncios que ha hecho está cargarse la tontería de las políticas de género). Porque si ha llegado a donde ha llegado es porque precisamente estas formaciones le han dejado el camino libre. Se han hecho el sueco ante los problemas que inquietan más a la gente como la seguridad, la inmigración, el precio de la vivienda, la inestabilidad laboral, el coste de la vida o la dificultad de llegar a finales de mes, y ahora se quejan porque hay otros que se ocupan de ello y les han quitado el protagonismo.
Es su inacción, en todo caso, lo que permite que esto ocurra. No escuchan a la gente, solo se escuchan ellos mismos, y entonces no entienden que la reacción sea la que es. Más que señalar, por tanto, lo peligroso que es Donald Trump o de recurrir al tópico de que los norteamericanos se han equivocado votándolo —los únicos que lo deben haber hecho jamás son los alemanes que en mala hora votaron a Adolf Hitler—, lo que deberían hacer es preocuparse de sus propias carencias, que son las que los ponen en cuestión en el contexto político internacional actual. Una situación que es especialmente y lamentablemente patente en el caso de Catalunya, donde incluso el partido que en teoría debería ser el del seny y el orden, el heredero de la tradición de moderación de CiU, que es JxCat, adopta la misma posición woke cuando su reelegido presidente Carles Puigdemont valora que "la preocupación por las consecuencias de la victoria de Trump es muy grande".
Se han hecho el sueco ante los problemas que inquietan más a la gente y ahora se quejan porque hay otros que se ocupan de ello y les han quitado el protagonismo
Es obvio que el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca cambiará la escena política mundial y que, a raíz de ello, Europa, por ejemplo, deberá espabilarse en lugar de esperar a que sean los Estados Unidos los que le saquen siempre las castañas del fuego, sobre todo después del aviso de que no piensa seguir siendo el pagano de la OTAN. Su regreso también puede ser decisivo para poner fin a la guerra de Ucrania. Los republicanos hace tiempo que se expresan en contra de mantener la ayuda a un Volodímir Zelenski al que cuanto más se le da más pide. Y también puede servir para encarrilar la salida del conflicto en Oriente Próximo tras el ataque de Hamás a Israel el 7 de octubre del 2023. En este caso, además de hablar con Benjamin Netanyahu y Mahmud Abás, ha dado tiempo hasta el 20 de enero del año próximo —día de su toma de posesión— a la organización terrorista palestina para liberar a los rehenes. Dos cuestiones en las que la Unión Europea (UE) ha hecho el papel de la triste figura.
¿De verdad que si todo esto sale adelante es motivo de preocupación? Si acaso lo será para una Europa desorientada que ha perdido la brújula y cada vez pinta menos en todas partes, pero no para Estados Unidos, y aquí es donde radica en parte el error del análisis que desde el viejo continente se hace del triunfo de Donald Trump. Él ha prometido volver a hacer América grande —el famoso Make America Great Again—, no Europa. Tiene razón, en este sentido, la dirigente de ERC Raquel Sans cuando subraya también que "nos hace falta una reflexión muy profunda", si lo que implica es que es necesaria una revisión introspectiva de todo lo que se está haciendo mal, pero no si lo que quiere decir es que hay que intensificar la crítica a la crecida de los populismos —o de los nacionalpopulismos como prefieren algunos que se llame al populismo que también es muy nacionalista— que se produce prácticamente en todos los continentes. Hasta que estos partidos woke no se pregunten por qué sucede y se den cuenta de que el problema son ellos mismos, no hay nada que hacer.
No hay que estar de acuerdo con Donald Trump, pero todo buen demócrata sí debe aceptar lo que la democracia decide libremente, por mucho que no le guste. Y esto es lo que no hay manera de que entienda una Europa cada vez más secuestrada por una falsa progresía que ha trastocado los valores que fundamentan su existencia.