Vista la actual sequía de buena narrativa televisiva, después de la época gloriosa que va de LostBreaking Bad, resulta normal que la miniserie británica Adolescence haya vuelto a poner cachondos a los serieadictos. En efecto, la obra de Jack Thorne y Stephen Graham (un actor maestro del género gang, ahora transformado en un padre con cierta voluntad deconstructiva) merece atención por su bellísima factura y su temple de acción. A su vez, la historia de un crío sin problemas psiquiátricos ni de clase que —¡atención, espóiler!— acaba matando a una pobre moza de su instituto porque vive bajo la influencia de la cultura incel ha propiciado que la mayoría de papis de Occidente se haya apresurado a hablar con la descendencia para ver si están de acuerdo con la regla 80/20, la teoría red pill y la filosofía que se esconde en la machoesfera. Mr. Netflix sabe muy bien que, para hacer caja, no hay nada como preocupar la conciencia paterna.

A medida que sus factótums van deslumbrándonos con el arte del plano secuencia, se puede comprobar que los ideólogos de Adolescence parecen menos interesados en por qué un jovencito bien normal como Jamie se cargó a Katie y mucho más en que el cuidado biológico-familiar propio de un progenitor (insisto, actor conocido por su display de violencia televisiva, del cual sabemos que no quiere perpetrar la educación obligada que le propinó su padre) no haya podido evitar que el pequeño caiga en esta fechoría delirante. La única explicación que se nos regala en la serie es que, culpable, solo hay uno; este mundo de mierda, un universo donde la educación ha naufragado y los adultos han dejado a la mayoría de adolescentes a la intemperie del Internet fascistoide. En este sentido, los ingleses siguen ejercitándose en el marxismo de toda la vida; es el sistema imperante, no el crío, quien ha apuñalado a la desdichada chica.

Sus creadores aciertan pues, oso insistir, no hay nada que genere más billete que el reparto igualitario de la culpa. Si nos ponemos filosóficos, diríamos que la clave de Adolescence es la de convertir la culpa moral en un fetiche mercantil

Por todo eso, no me extraña que la mayoría de los padres del mundo se hayan vertido a Adolescence con este frenesí neurótico para afianzar su miedo ante la distopía de un mundo sin educación ni autoridad en el cual incluso el hijo de un policía negro —pero musculoso y bien guapetón— acaba sufriendo bullying en las clases. Tiene cierta gracia que sea este mismo adolescente quien guíe a su padre en la investigación, explicándole a su superior jerárquico-familiar que Jamie estaba airado porque Katie lo acusaba (a base de emojis) de aquello que los críos de ahora dicen incel y que, traducido a los términos de nuestra educación patriarcal, simplemente llamábamos marginado, feo, rarito de la clase, o marica. Y también tiene cierto cachondeo que la única explicación que acaba teniendo todo sea que Jamie es un chico que, simplemente, necesita que alguien le diga que no es del todo feo, aunque sea la psicóloga del penitenciario donde vive recluido.

En este sentido, Adolescence cumple con dos requisitos de un producto actual, porque mezcla la creencia posmoderna en la ausencia de un mal detectable con el sentimiento de culpa neocristiano según el cual los progenitores del mundo han abandonado a los chiquillos en cuestiones como su educación sexual y emocional. Por eso es normal que la serie acabe descuidando al adolescente en la prisión y se centre en la fiesta de los cincuenta años del padre, que se acaba con el hombre adulto llorando como un bebé mientras abraza y tapa el peluche de su hijo. Aquí radica la trampa básica de esta serie; papis y mamis del mundo, por muy bien que lo hagáis, el crío puede saliros tarambana. Sus creadores aciertan pues, oso insistir, no hay nada que genere más billete que el reparto igualitario de la culpa. Si nos ponemos filosóficos, diríamos que la clave de Adolescence es la de convertir la culpa moral en un fetiche mercantil.

Eso también explica el hecho de que esta serie haya gustado especialmente al público masculino, pues sitúa la violencia de género en un mundo futuro donde el mal moral no radicará en el individuo (varón, of course) sino en el entorno cultural. Si eres un hombre deconstruido, en definitiva, podrás llorar la desviación de tu crío pero bien tranquilo, ya que la responsabilidad será del capitalismo de pantallas y no tendrás que asumir que tu descendencia pueda ser, simplemente, un juvenil hijo de puta. Así pues, descansa en paz; y paga la cuota, sobre todo.