La decisión de Puigdemont de volver el próximo pleno de investidura, sea cuando sea, está tomada. A partir de ahí, quienes argumentan que es una contradicción con su discurso de siempre, ya que “nos había dicho que no se dejaría detener ni encarcelar”, muestran dos cosas: en primer lugar, que dan por hecha una detención y un encarcelamiento sin hacer referencia a la ilegalidad que esto supondría. Pero, y esto es aún más importante, vienen a ejemplificar el cambio de guion que les ha supuesto la inesperada determinación del president. Algunos se lamentan, porque consideran que entorpece los planes de la plácida investidura de Illa, como si su decisión fuera encaminada a torpedear el ánimo de las bases de ERC o boicotear una sesión. Es comprensible, existen muchos intereses (también personales) en juego. Otros lo consideran una temeridad, una irresponsabilidad, ya que (argumentan) ser detenido o entrar en prisión no le ahorraría las críticas y tampoco le garantizaría ninguna gloria. Ninguno de ellos tiene en cuenta, al parecer, que un retorno pondría en cuestión el sistema institucional vigente y pondría a prueba (de nuevo) la aplicabilidad de la ley en España, que es tanto como decir que la amnistía del 78 no se aplicara en algunos casos. Las reflexiones de vuelo corto son legítimas, pero hacen más difícil de entender la perspectiva histórica del momento.
Se esté o no de acuerdo con Puigdemont, lo que sucedió en el 2017 queda todavía muy encarnado en su figura y por eso tantos han comparado su situación con la de Tarradellas, con todas las distancias, evidentemente, pero con una visión que siempre va más allá de la dinámica pura de partidos. Lo que nos ha ocurrido, en Catalunya, merece análisis que sobrepasen la lógica de legislatura y vuelvan a vestir la política catalana de institucionalidad. La decepción, el desconcierto, la crítica, a veces el cinismo (por parte de todos) y la depresión instalada en el país hace que todos los análisis partan de la desconfianza o del partidismo, y esto vale para todos. Pero si miras un poco por encima de esa superficie, si te haces la pregunta de "¿qué nos ha pasado?" y la aplicas a la totalidad del país, votes lo que votes e incluso si eres de los partidarios de Illa, puedes intentar ver que un regreso de un presidente en el exilio debe ser un momento digno de respeto. Es decir: o bien el retorno se convierte en un elemento de agitación del conflicto, o de bloqueo de investiduras (y de legislativas en Madrid, como ya está sucediendo), o bien se convierte en un elemento que ayude a la resolución del conflicto o al retorno a cierta calma o “concordia” (de las de verdad, no de las que piden rendiciones incondicionales). Coger de este momento solo el elemento pequeño, el de quién acabará mandando o contra quién se pactará, o si Puigdemont hizo cosas criticables o no, es perder la oportunidad de mirar el momento en la perspectiva que más nos puede servir a todos. Catalunya tiene un president en el exilio y este president, a raíz de una ley de amnistía que debe aplicarse y de unos acuerdos vigentes en una mesa en Suiza, representa todavía una época no superada. El procés ha terminado, dicen, mientras todavía señalan con pánico el regreso de Puigdemont. Curioso. Quizás es que el procés no morirá hasta que alguien se ponga a resolverlo, ya sea por la vía del conflicto o por la vía del acuerdo. Puigdemont ha decidido ponerse a ello, con su vuelta. Que esto sea un conflicto, una incomodidad, una temeridad o una vía de solución no depende exclusivamente de él. Depende, como decía, de la grandeza de la perspectiva.
Olvidamos demasiado a menudo que los actos políticos son actos políticos y que a veces se hacen asumiendo las posibles consecuencias, pero partiendo de la convicción de la necesidad política
Por el tema jurídico ya les he dicho que no se preocupen: todo está contemplado y previsto. Nos ha pasado que en cuanto hemos visto un gesto político, por miedo o por escarmiento, nos ponemos a pensar todos en las consecuencias jurídicas y de ahí las reflexiones sobre la imprudencia, la temeridad, la viabilidad, la detención, que si el habeas corpus o que si el sursum corda. Y olvidamos, ahora ya demasiado a menudo, que los actos políticos son actos políticos y que a veces se hacen asumiendo las posibles consecuencias, pero partiendo de la convicción de la necesidad política. La alternativa es permitir que los prevaricadores, los golpistas o "los últimos de Filipinas" tomen el control del siguiente capítulo de la historia, y esto se evita actuando. Haciendo algo útil, sacudiendo, mostrando un sentido institucional y político que debería estar siempre por encima del cálculo de partido. Muchos se ponen a aconsejar estos días a ERC sobre qué deben hacer con la investidura de Illa. Y lo hacen argumentando encuestas, cálculos electorales y réditos de poder. Pero, cuando el sentido político o institucional afronta un momento importante, no hay cálculo que valga, porque de lo que se trata es de vencer el relato del 155: España cometió un error enviando a gente a prisión y al exilio, y suspendiendo la autonomía, y eso tiene a alguien también que lo encarna. Alguien que, por cierto, quiere ser ahora president de Catalunya.