La situación geopolítica se ha vuelto tan endemoniada que la democracia española parece que se puede permitir el lujo ofrecernos dos alternativas igual de malas: la eutanasia o la prisión. Como en otras épocas oscuras, la expresión institucional de Catalunya ha quedado reducida a una charlotada propagandística contraria al espíritu del país. Desde que se acabaron las grandes manifestaciones independentistas, Catalunya se ve sucia, incluso los árboles parecen apagados. El 155 ha llegado a su culminación con la presidencia de Salvador Illa y pronto se verá que la capacidad de maniobra del PSC es tan reducida como la de CiU.
A medida que el sistema político catalán vuelva a buscar la manera de integrarse en el Estado, España también entrará en contradicción. Las peripecias retóricas que Enric Juliana hacía el otro día para explicar los apellidos de la nueva presidenta del Tribunal Supremo recordaban la España del franquismo o la de los Borbones del Antiguo Régimen. De entrada, puede hacer gracia ver cómo Jordi Amat y Salvador Sostres defienden el sistema de financiación solidaria del PSC den los diarios de Madrid. Pero si has tenido la suerte de haberlos conocido cuando empezaban y has seguido su trayectoria, provoca un cierto vértigo. Te das cuenta de hasta qué punto la solidaridad está relacionada con la fuerza.
Como dice David Madí en las entrevistas que da a propósito de su libro, el Estado no ha ganado tanto como Madrid quiere hacer ver y Catalunya ha perdido menos de lo que en Barcelona querrían creer. Si Franco no los consiguió con una guerra, una dictadura y un “fenómeno migratorio” que duplicó la población del país, es difícil que cuatro jueces liquiden el “problema catalán”, por más africanos y sudamericanos que vengan. Si los inmigrantes hablan castellano, a la larga quedaremos los musulmanes y los catalanes como grupos civilizatorios. Algunas madres de VOX ya lo empiezan a intuir, y algunos hijos de la antigua inmigración, extasiados con el autobús de Torre Baró, también.
Mientras los catalanes se tengan que castellanizar para participar de las estructuras del Estado, España estará abocada a sufrir dramas innecesarios.
Antes del verano, un notario andaluz me decía que Jordi Pujol había puesto las bases de la desaparición del catalán, favoreciendo la llegada de magrebíes, pero la historia pesa, sobre todo, si es una historia nacional de un millar años. Los catalanes desmoralizados engañan porque cambian de idioma, fuman porros, se visten mal o hacen audacias como las de Juliana o Sostres —que ahora quiere evangelizar al PP, igual que intentó evangelizar a CiU. Pero los catalanes son catalanes. Por eso salieron independentistas de bajo las piedras cuando la democracia pareció consolidada y las generaciones escolarizadas empezaron a trabajar.
Para evitar la independencia, y para desacreditar la autodeterminación, España se ha cargado la generación mejor preparada de su historia. Catalunya es el indicador más claro de la carnicería intelectual de los últimos 20 años, pero sería una ingenuidad pensar que solo los catalanes la pagaremos. Madrid se ha convertido en una gran capital y, como dice Madí con un cierto cinismo, él estaría muy contento si fuera madrileño. Pero Castilla está exhausta, España está endeudada y llena de inmigrantes del Tercer Mundo y, mientras tanto, en los antiguos territorios de los reyes catalanes, a penas hace una generación que los ciudadanos han recuperado la capacidad de escribir en la lengua de Jaime I.
La historia solo sabe ir adelante, y la propaganda y la gente desesperada que se ponen para frenarla siempre acaban provocando efectos devastadores. Así como cada vez será más difícil defender que la degradación de Catalunya es solo culpa de los líderes del procés, cada vez darán más risa los intentos de disimular que España nos roba. Como dice Madí, Madrid y Barcelona tendrán que pactar una tregua en algún momento, y reconocer los límites de su fuerza. Mientras los catalanes se tengan que castellanizar para participar de las estructuras del Estado, España estará abocada a sufrir dramas innecesarios.
La independencia era una buena idea para contener el crecimiento desmesurado de Madrid, y para dar un espacio de libertad a la nación catalana dentro de la península Ibérica. Se pueden buscar otras soluciones, pero acabarán igual de mal, si implican convertir Catalunya en un vertedero de miserables que castellanice el país y haga de dique de contención del patriotismo natural de los catalanes. Y más ahora, que Castilla ha perdido músculo y que el PSC ha vuelto al catalanismo. Por más que Illa haga de Artur Mas, los socialistas no se podrán apropiar de la catalanidad como hizo CiU, y a la larga eso todavía la hará más fuerte.
Últimamente, algunos nostálgicos dicen que si el General Prim no hubiera sido asesinado, España sería mucho mejor. La solución austríaca, que es la solución catalana por excelencia, implementada hoy, llevaría a la independencia dentro de Europa o a algo muy parecido. Si los castellanos quieren una unidad que le permita a España navegar por el mundo que viene sin volver al autoritarismo, tendrán que compartir el Estado con los catalanes con todas las consecuencias. Con respecto a los catalanes, si no queremos pasar por un infierno de 50 años, tendremos que articular una idea de país más fuerte y más profunda, que no implique hablar todo el día a favor o en contra del 1 de octubre.
Naturalmente, lo más probable es que las pasemos putas todos juntos.