Este fin de semana hemos vivido una situación muy bestia en un baño de un acontecimiento de Barcelona. No es un tipo violencia fortuita: las familias que tenemos algún niño a cargo con alguna necesidad especial denunciamos continuamente este tipo de situaciones por falta de sensibilización y porque parece que la gente tenga que meterse siempre donde no la llaman.
Mi hija estaba encendiendo un secador de manos para auto-regularse, una acción que a menudo las personas autistas necesitan hacer, mediante movimientos repetitivos o búsquedas sensoriales, y que en ningún caso se tiene que frenar para no aportar más ansiedad. Movía la cabeza debajo el secador y sacaba la lengua. Era la tercera vez que pulsaba el botón. De golpe, una mujer sale del baño y le pregunta a mi hija si no tiene ya las manos secas.
La verdad es que nunca he acabado de entender a las personas adultas que con superioridad moral se dirigen a los niños. Mi hija, por lo visto, tampoco lo entendió y se echó a reír: no controla las expresiones cuando está nerviosa. La mujer se enfurece y mientras coge tres papeles para secarse las manos (el grifo que acaba de utilizar todavía no ha parado de tirar agua), se dirige hacia mí a darme lecciones morales: "Las familias tendríais que enseñar a no malgastar los recursos" (y yo tendría que poder ir por el mundo sin tener que dar explicaciones de la condición de mi hija y de lo que necesita en cada momento). No sé si hice bien o no, pero me salió la matriactivista que llevo dentro y contesté: "Mi hija es autista y necesita hacerlo para auto-regularse".
Tenemos un problema muy grave de inclusión arraigado en una infantofobia muy grande
Lo que vino a continuación me rompió el corazón: "No la traigas aquí, pues", soltó. Ahora resulta que las personas autistas no pueden ir a los acontecimientos y no se pueden auto-regular porque molestan a pseudoecologistas que se han perdido aquello de que la lucha es interseccional y creen que la única inclusión posible es con el colectivo trans.
Pues no, señora, mi hija tiene todo el derecho del mundo a vivir y ser feliz, y hacer lo que necesite cada vez que tenga una crisis. El comentario de esta mujer me hizo ver que tenemos un problema muy grave de inclusión arraigado en una infantofobia muy grande. Me hizo darme cuenta del discurso de panfleto que tienen muchos que se llenan la boca de diversidades solo de cara a la galería, que hay gente que vive del dogma y que hace de ello una religión.
Necesitamos sitios de trabajo que sean realmente conciliables cuando tienes un niño con discapacidad, queremos no empobrecernos ni hacer gincanas burocráticas para velar por los derechos de nuestros hijos e hijas, necesitamos servicios de calidad, una educación inclusiva real, hacen falta empresas comprometidas que apuesten por proyectos emprendedores llevados a cabo por este colectivo y que estén adaptados a sus necesidades y también nos hace falta respeto por parte de la ciudadanía.
Y continúo dolida por lo que pasó, porque me doy cuenta del desconocimiento que hay. Lo más gracioso del caso es que me hubiera recriminado malgastar recursos precisamente a mí, que aquel día llevaba unos pantalones de cuando tenía 18 años, una chaqueta reutilizada de alguien más y tiro de la cadena del inodoro con el agua de un cubo que guardamos de la que sale del grifo antes de que se caliente.