Como es notorio, la renovación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) se ha visto bloqueada durante más de cinco años. Se han sobrepasado con obscenidad los tiempos previstos en la constitución. ¿Quién lo ha provocado? De nuevo, el PP. Sabiéndose imprescindible —se requiere una mayoría de 3/5—, ha demorado el acuerdo a discreción. Ya lo tiene, esto, la derecha española: cuando obtiene la mayoría democrática, respeta los procedimientos y el funcionamiento ordinario de los órganos constitucionales. Cuando no la obtiene, concibe estrategias para entorpecer su tarea o, como en este caso, su renovación. Así perpetúa, más allá del mandato legítimo, una mayoría ideológica que, indebidamente prorrogada, deviene ilegítima.
El CGPJ es el órgano de gobierno de los jueces. No dicta sentencias ni resuelve casos, pero ejerce funciones muy relevantes. Como, por ejemplo, decidir qué jueces —Marchenas, Llarenas, Lamelas y compañía— llegan al Tribunal Supremo. Serán estos quienes juzguen a los cargos públicos a quienes se impute la comisión de un delito. Por eso, la elección de los vocales del CGPJ es tan golosa para los partidos políticos: se sobreentiende que, eligiendo al CGPJ, estás eligiendo, de modo indirecto, a tu futuro juzgador —o al de tu adversario político—. Y, claro está, si el elegido es más de tu cuerda, las opciones de salir ileso tú —o escaldado tu adversario— aumentan correlativamente.
Cinco años después de lo que tocaba, PSOE y PP se pusieron de acuerdo sobre el nombre de los veinte vocales. Pero, de repente, volvieron a saltar todas las alarmas. Al bloqueo político —ya superado— de la elección de los vocales del CGPJ le sucedía, sin solución de continuidad, un segundo bloqueo interno, ahora estrictamente ideológico, entre los mismos vocales respecto de quién tenía que ser el presidente del CGPJ. Finalmente, este martes los vocales han elegido como presidenta a Isabel Perelló. Todo el mundo respira, ahora ya sí, tranquilo.
De la nueva presidenta, los medios han destacado cuatro notas: su trayectoria jurídica y el hecho de ser, simultáneamente, mujer —¡ya tocaba, en efecto, que una mujer presidiera el poder judicial!—, progresista y catalana. Y, evidentemente, desde el catalanismo ya se están sintiendo voces que reciben este recién llegado ‘progresismo judicial’ como el inicio de una prometedora etapa para Catalunya. Por eso creo que es un buen momento para hacernos dos preguntas: ¿qué implica, en España, ser un juez ‘progresista’?, y ¿cómo se articula este progresismo judicial con la ‘cuestión catalana’? Estas preguntas me las haré, por supuesto, no con referencia a la nueva presidenta —a quien deseo toda la suerte del mundo—, sino en abstracto, en general. Hagamos, así pues, un poco de memoria histórica.
El 'progresismo judicial' español, cuando colisiona con la cuestión catalana, adopta unos planteamientos tan radicales, conservadores o reaccionarios como los del bloque 'conservador'
Durante las negociaciones entre los vocales para escoger a su presidente —finalmente presidenta—, se produjeron algunas anécdotas iluminadoras. En sus intentos y esfuerzos por hallar un candidato de ‘consenso’, el sector ‘conservador’ propuso, como perfiles ‘conservadores-progresistas’ —es decir, ‘conservadores pero tampoco demasiado’—, a los magistrados Pablo Lucas y Carmen Lamela. El primero es quien autorizó, vía Pegasus, las escuchas e intervenciones de las comunicaciones de los políticos, abogados de políticos y activistas catalanes vinculados al procés —parece que sin el menor matiz ni limitación respecto del que le pedía la policía—. ¡Qué ‘progresismo’ jurídico más alentador! La segunda es quien acordó, por la vía exprés, la prisión preventiva de medio gobierno catalán en el post 1-O. No descartemos que fuera esta actuación 'conservadora-progresista' la que la catapultara, poco después, al TS.
Vemos, así pues, que el ‘progresismo’ que puede proponer el sector conservador de la carrera judicial es el de Pegasus o la rebelión, dos de las principales Armas de Destrucción Jurídica —estas perfectamente localizables— que se han esgrimido contra el independentismo catalán. Pero este sería, ciertamente, un ‘falso’ progresismo judicial. Abordemos, ahora, el puro o real, el ‘progresismo-progresista’. Aquí el drama se agudiza, porque te lo esperas menos. Empecemos: en los estrados del tribunal de la sentencia del procés —la de la sedición; la que, conviene no olvidarlo, condenó a políticos catalanes a hasta 13 años de prisión— se sentaba, jugando, además, un papel destacado, uno de los fundadores de la muy ‘progresista’ asociación judicial Jueces para la Democracia. La misma asociación de la que algunos jueces tuvimos que salir corriendo, estupefactos por la nula ‘sensibilidad jurídica’ que mostraban sus miembros ante las crecientes vulneraciones de derechos fundamentales que empezaron a producirse en Catalunya desde 2017.
Pero, ¿qué hay que entender, por ‘progresismo judicial’? Simplificándolo, aquella mentalidad jurídica que otorga preferencia al ejercicio real y efectivo de los derechos fundamentales y que concibe el derecho más como una herramienta de progreso social que no de imposición retrógrada del statu quo existente. Estas notas las tiene, en general, el ‘progresismo judicial’ español —el real—. Pero cuando, de golpe, colisiona con la ‘cuestión catalana’, se encalla, se bloquea, se gripa. Le muta la mirada y adopta unos planteamientos tan radicales, conservadores o reaccionarios como los del bloque ‘conservador’. Así lo hace, al menos, en las resoluciones y los momentos más trascendentales. Después, cuando las aguas se calman, vuelve a ponerse las gafas de pasta y de las sentencias unánimes pasamos al rebrote de esporádicos —y extemporáneos’— votos particulares disidentes —'progresistas'—.
La realidad es esta y no otra. Y haríamos bien de tenerla presente. Que noticias recientes como la elección de una presidenta ‘progresista’ del CGPJ —a quien deseo, insisto, toda la suerte del mundo— no nos enturbie la visión. La pregunta importante es la siguiente: ¿si dentro de unos años vuelve a producirse en Catalunya una reactivación de los planteamientos de emancipación nacional, la reacción del ‘progresismo judicial’ español volverá a ser la del alineamiento estricto —casi militar— con la ‘derecha judicial’? ¿Abrazará de nuevo, o rechazará, hacerle un segundo 155 al ya moribundo principio de legalidad? Que cada cual responda por sí mismo.