El elogio que Antoni Puigverd ha dedicado al libro de Jordi Amat sobre Gabriel Ferrater me ha dejado sin palabras. No puedo decir que el artículo me haya sorprendido; tengo una edad y ya hace años que leo diarios, sobre todo La Vanguardia por razones de trabajo, pero sí que me ha sorprendido la violencia de la última frase. Acusar a Marina Porras de autolesionarse para reforzar el homenaje a Amat es excesivo incluso para un hombre como él, tan morboso y tan traumatizado por su propia cobardía. Marina no tiene ninguna culpa de que Amat haya escrito una biografía oportunista y floja, ni mucho menos que la escuela y la prensa en catalán hayan ido desvistiendo las construcciones quijotescas del viejo franquismo intelectual.
El despropósito de Puigverd me ha hecho pensar en una cosa que me escribió mi querida Andrea Levy hace unos meses. Ya sé que muchos lectores creen que las conversaciones privadas no se tienen que publicar, pero yo no quiero guardar en mi corazón conversaciones que solo tienen interés por su significado político. Levy reapareció justo cuando Salvador Sostres empezaba a calentar la precampaña electoral anunciando la destrucción económica y social de todos los catalanes que no se rindieran. Entonces, un día que quería aconsejarme, le dije que estaba encantado de poder hablar con ella, pero que no promocionaría al rapero Alizz ni mucho menos me adaptaría a la españolización que proponen los partidos.
"Eres un hombre lleno de odio contra tú mismo, espero que te liberes pronto de esta losa", me respondió. Primero quedé estupefacto. O sea, pensé, si no me niego a mí mismo te parecerá bien que pase miserias; encontrarás que me merezco acabar delgadito como un fideo, para decirlo como Sostres. Después me di cuenta de que es un mensaje que se lanza, con una creciente mentalidad darwinista, desde que se aplicó el artículo 155. En los buenos tiempos de la autonomía, mis amigos de CiU lo cocinaban más amablemente tratando de loco a cualquiera de sus simpatizantes que no agachara la cabeza ante la supuesta superioridad intelectual de Javier Cercas, Arcadi Espada o incluso el mismo Puigverd. Ahora, sin la vaselina catalanista, la cosa va saliendo de madre.
Poco a poco el país se está fracturando entre el mundo oficial y aquello que los políticos dirían la calle. La idea de que las convicciones no tienen ningún significado ni ningún valor, en última instancia, transmite la sensación que la vida no vale nada, y la gente que no depende del estipendio público, como es lógico, se desentiende de esta mierda. A medida que se empieza a ver que, a cambio de una silla, o de un foco, todo el mundo diría lo que hiciera falta, la política, el funcionariado y el periodismo van perdiendo adeptos y el régimen empieza a recalentarse abducido por sus propios espejos totalitarios. Solo hay que ver cómo los tribunales han empezado a intervenir la cámara española, igual que hace unos años intervinieron la catalana, para darse cuenta de que la oscuridad avanza, si no se le opone resistencia.
Sin ir más lejos, en el mismo ejemplar que lleva el artículo de Puigverd, veo que Iván Redondo se pregunta si España es una democracia: es como si La Vanguardia se publicara en Madrid y estos años no hubiera pasado nada en Catalunya. El país cada día hace pensar más en Alo Alo, aquella serie cómica de nazis y franceses que tuvo tanto éxito entre nuestros padres, quizás porque les recordaba al franquismo. Cuando Marc Álvaro o Joan Esculies se preocupan por la popularidad que está cogiendo el término régimen de Vichy, no sufren por la memoria histórica, aunque mencionen a los judíos. Se preocupan porque el mito de la resistencia desconecta a los catalanes de las instituciones, rompe el vínculo sentimental que liga el país con la malla politicomediática de la Transición que el sistema mira de rehacer para sobrevivir.
Después de haber destruido el juego democrático, el Estado intenta hacernos creer que todo pasa por la política y especialmente por los partidos intervenidos por los jueces. Como ya se vio durante el proceso, el ideal democrático de Madrid y Barcelona es el flautista de Hamelín y esto, combinado con la presión del Estado para liquidar al independentismo, ha fomentado una cultura de la sumisión tremenda. La psicosis creada por la política es tan fuerte que incluso los viejos amigos de Orden y Aventura prefieren divagar sobre las gilipolleces más etéreas y monjiles que tener una situación incómoda con determinados caraduras.
Puigverd puede escribir tantas veces como quiera que Amat ha escrito un gran libro y que Ferrater era un hombre atascado por la bebida, pero todos sabemos qué pasó durante el franquismo y todos sabemos qué pasa ahora. Todos sabemos por qué tanta gente calla o dice una cosa en privado y otra en público. Todos sabemos por qué las vedetes jóvenes de la vieja convergencia empiezan a sacar pipas y biblias y hablan de los hijos como locos, ahora que los inventores de Ada Colau y de Manuel Valls intentan resucitar el prestigio de Xavier Trias. Todos sabemos por qué Trias dice que Barcelona no puede ser la ciudad del sexo y de la droga fácil. Todos sabemos que el miedo fomenta la hipocresía y los discursos nacionalcatólicos y todos sabemos perfectamente, incluso cuando nos falla la fuerza, que Dios tiene mucho trabajo y que solo ayuda a quienes se ayudan.