Un debate técnico se ha desarrollado en torno a Dominic Pelicot, el hombre que consumó sus fantasías sexuales prostituyendo a su mujer durante una década mientras esta estaba inconsciente y con la ayuda de decenas de hombres de los que él afirma que también sabían de esa condición vulnerable de su mujer durante la práctica del sexo, aunque ellos digan haber creído que se trataba de un juego sexual de la pareja, en el que ellos no eran más que aplicados comparsas. 

Para unos, la situación se explica en una nueva materialización de la masculinidad como categoría cosida al patriarcado, una masculinidad que cosifica a las mujeres y hace de ellas, en casos como este, un mero objeto de dominación al servicio del placer sexual del hombre. Pero esa explicación resulta pobre, si tenemos en cuenta que existen relaciones sadomasoquistas en las que tanto hombres como mujeres se someten al dolor físico o incluso psíquico de manera consentida y que no pueden distinguirse los casos en los que el sometido o lesionado es hombre o mujer, máxime cuando en general son más aquellos que estas quienes aceptan el rol masoquista. En uno y otro caso, sea patriarcado o sadomaso, lo humano (en el primer caso en particular, la mujer, aunque esta taxonomía se elimina con el feminismo queer) se reduce a mero instrumento del deseo, la pulsión o la aberración. El debate sobre el límite de las fantasías sexuales está servido.

Aunque Pelicot no fuera exactamente un psicópata, sino más bien un sujeto dominado por obsesiones parafílicas,  lo que apunta en todo ello es un extraño misterio

Desde una perspectiva algo más técnica, en el ámbito de la psiquiatría algunos expertos se han aventurado a decir que no se trata de un comportamiento psicopático, porque Pelicot no solo ha reconocido su responsabilidad en los hechos, sino que ha mostrado su preocupación por el conocimiento y juicio que sus hijos puedan realizar de su conducta. Ciertamente, el psicópata manifiesta una total indiferencia por el mal o el dolor ajenos y concentra toda su atención en consumar la acción que le produce placer, siendo a la par claramente consciente de la distinción entre bien y mal y optando por este último. Pero pensemos que su compungimiento puede ser falso, que en los archivos han aparecido fotos de su hija dormida y desnuda que ella no recuerda, y que conocidos psicópatas han mostrado preocupación sincera respecto de ciertas personas concretas, en especial su propia madre, y nadie ha pensado que eso niegue su condición psicopática. De hecho, en ocasiones se ha tildado de psicópatas a dirigentes políticos o a grandes empresarios y nadie niega que en su entorno existan personas por las que manifiestan preocupación, interés y afecto.

Obviando los tecnicismos terminológicos y el hecho de que solo de los violadores se niega la posibilidad de aplicar toda la corriente de psicología criminal que afirma que tras cualquier hecho criminal hay una explicación sociológica o genética, en general se ha dicho que la psicopatía es la manifestación más clara de la existencia del mal en estado puro. Recuerdo una película, Mientras duermes, dirigida por Jaume Balagueró e interpretada por un soberbio Luis Tosar, en la que este último solo experimentaba placer cuando otros sufrían. Desde M, el clásico de Fritz Lang, no puedo recordar otra cinta donde el mal asome su cara en la de un humano sin más justificación que el disfrute de quien así actúa, pero de este tipo de sadismo está plagada la historia de la humanidad. Aunque Pelicot no fuera exactamente un psicópata, sino más bien un sujeto dominado por obsesiones parafílicas,  lo que apunta en todo ello es un extraño misterio. Nuestro cerebro reptiliano, el que nos induce a competir y reproducirse para sobrevivir, es menos retorcido que el neocórtex, donde cualquier lesión, experiencia cruenta o malformación cultural pueden acabar haciendo de un humano lo más alejado de su dignidad y de su esencia. En forma de pregunta: los Pelicot del mundo, ¿tienen alma? ¿Son seres humanos? Debemos querer responder que sí y que, por tanto, cabe la redención, aunque la probabilidad de reversión se haya demostrado hasta la fecha realmente ínfima.