Me parece que, en la discusión que se ha puesto en marcha a raíz de la extraña cabriola de Pedro Sánchez —desde la carta abierta a la ciudadanía hasta el anuncio de que seguía "con más fuerza que nunca"—, se está hablando muy poco del PSOE. No obstante, el partido fundado por el tipógrafo Pablo Iglesias Posse en 1879 es un actor central, y diría que protagonista, de esta película. Una película que algunos consideran, si no buena, razonablemente útil y otros, completamente nefasta, execrable. Estamos hablando de una formación que es una impresionante maquinaria política, electoral y de poder a todos los niveles; de una organización que ha sido fundamental desde la Transición hasta hoy, y sobre la cual, en buena parte, se sustenta la estabilidad de España. Lo que hemos visto del PSOE en estos días de suspense y tensión es realmente preocupante. Trataré de sintetizar lo que quiero decir en dos grandes apartados.

Sin Plan B

En primer lugar, está muy claro que los que más han sufrido son los militantes y sobre todo los dirigentes del PSOE. El susto para ellos ha sido gigantesco. Muchos militantes lo han vivido de una forma emocional, porque se sienten conectados a su líder. Los que tienen alguna responsabilidad en el partido, especialmente los que forman parte de la dirección, lo han vivido, además, con pánico al futuro inmediato. Porque han visto, han visto más claramente que nunca, que el PSOE no tiene Plan B. Con la sorprendente carta a la ciudadanía, los dirigentes del partido chocaban con la posibilidad real de que Sánchez pudiera dar un portazo. Se quedaron patitiesos, aturdidos. Y se dieron cuenta de que, si Sánchez se iba, el partido entraba inevitablemente en una dinámica incontrolable, en una caída en barrena. Tanto si abandonaba el Gobierno y el partido, como si solo abandonaba el Gobierno. ¿Y eso por qué? Por una parte, porque la decisión de abrir un paréntesis para reflexionar, que es lo que anunciaba la célebre carta, fue una decisión personalísima y totalmente inesperada de Sánchez. Nadie estaba preparado para eso. Menos todavía el PSOE, que es, al fin y al cabo, la organización gracias a la que Sánchez es quien es y está donde está. Los responsables del PSOE se dieron cuenta —como si les hubieran empujado bajo una ducha de agua fría— de su precariedad, de la falta de mecanismos y recursos operativos para superar el aprieto. La reclusión de Sánchez en la Moncloa los situó al borde del abismo. Si hubiera dicho 'adiós', se habrían precipitado violentamente y con consecuencias absolutamente calamitosas. Algunos se han dado cuenta de que su líder les había puesto en peligro sin consultarles ni avisarles. A pesar de eso, nadie le ha reprochado nada a Sánchez.

El PSOE se dio cuenta de que, si Sánchez se iba, el partido entraba inevitablemente en una dinámica incontrolable, en una caída en barrena

Hiperliderazgo

Lo segundo que se ha evidenciado a raíz de su acción inconsiderada, y que va ligada a lo que más arriba comentaba, es la fuerza de Sánchez en el PSOE. El monopolio de poder que ostenta en su partido, donde, en la práctica, no existe ni número dos ni número tres que valgan. Existe un número uno, él, que controla íntegramente la dimensión orgánica —Sánchez ha ido modelando el PSOE a su gusto— y que, en paralelo, acumula un poder simbólico solo comparable al de Felipe González de los buenos tiempos. Naturalmente, eso supone un gran riesgo para el PSOE, convertido en una entidad rehén. Secuestrada. Totalmente dependiente de una sola persona. Una persona que, además, tiene por costumbre actuar de forma venturera y contingente. Este empequeñecimiento del partido se hizo patente con claridad el pasado sábado 27, cuando la reunión del Comité Federal del PSOE se convirtió, la convirtieron, en un espectáculo grotesco, en uno sacramental transmitido en directo, coronado con dramáticas expresiones de veneración al líder, al que rogaban estentóreamente que no los abandonara. En una catarsis al grito de "¡Pedro, te queremos!" y "¡Pedro, quédate!". El precio de este caudillismo, de este hiperliderazgo, es la fragilización de la democracia interna en el partido. No solo porque el Comité Federal desembocara en un sacramental, sino porque deja claro que el Partido Socialista es un partido unívoco y sin contrapoderes internos. Un partido donde todo va de arriba a abajo y nada, o casi nada, de abajo a arriba. Donde no hay debate ni pluralismo. Donde la democracia interna es solo una forma de hablar. Porque la regla es seguir al líder sin vacilaciones y caiga quien caiga. Se hace exactamente lo que le complace a Sánchez, el mismo hombre que pretende conducir una "regeneración democrática" en España. Aquel a quien un día echaron del PSOE a patadas y que, cuando lo reconquistó, tenía absolutamente claro que eso no le volvería a suceder. Ahora no se habla ya de sanchismo como entonces, porque, claro está, sanchismo lo es todo.