Los guionistas de series dicen que lo más difícil es encontrar un buen final. Los que hemos tenido Friends como sitcom de referencia en los años noventa, recordamos con ternura la escena final, en la que los seis protagonistas iban dejando las llaves del piso en el recibidor. O para los enamorados de The West Wing, la escena de la biblioteca. Nos entraba un soplo, algunos diréis que morriña, de todos los buenos momentos pasados juntos con unos protagonistas que ya considerábamos amigos.
Tras haber vivido con intensidad, como muchos catalanes, los últimos años de nuestra vida política, y sin más ánimo que el de volver a la normalidad, visto lo visto, propongo una reflexión. Quiero mirar la vida política de Puigdemont como una distopía, en la que él es a la vez protagonista, productor, director y guionista de su propia serie, que podría titularse El procés, Misión: Imposible VIII, o La historia interminable, o Plats bruts.
El mundo audiovisual nos tiene acostumbrados a ir repitiendo temporadas si la audiencia lo reclama. Parece como si, esta vez, los espectadores de la serie Puigdemont estén ansiosos por tener ya, de una vez por todas, un final feliz, que solo puede acabar con el retorno del protagonista. Y qué mejor forma de acabar la serie que jugándose el todo por el todo, que el protagonista vuelva poco antes de las elecciones para intentar provocar un revulsivo cambio de escenario electoral y una remontada espectacular en los resultados finales.
Las ventajas del regreso pocos días antes de las elecciones son múltiples. En primer lugar, demostraría que desafía una vez más, pero ahora de verdad, a las autoridades españolas y a la policía autonómica, que seguramente deberían proceder a su encarcelamiento. No saben ni quién ni cómo, porque certezas judiciales tenemos ya muy pocas. Después sería una forma clara de demostrar que realmente nunca ha tenido miedo a ser encarcelado y que el exilio era una estrategia magistral de enfrentamiento con el Estado. Un poco tarde, pero algunos le darían el beneficio de la duda. Me imagino un mitin final en Girona, con el estadio de Montilivi lleno hasta los topes. Difícil de combatir como herramienta de campaña. Muy poderoso como imagen y casi imbatible como recurso de última semana electoral. No dudo de que todo esto está pensado y repensado en su faceta de guionista, y casi diría que la puesta en escena ya está casi decidida.
Parece que los espectadores de la serie Puigdemont estén ansiosos por tener ya, de una vez por todas, un final feliz
Pero seguro que en la faceta de productor de la serie, Puigdemont contempla también muchos otros escenarios. Uno podría ser aparecer por sorpresa durante unas horas en algún lugar remoto de los Pirineos, o en Prats de Molló, donde puedes poner un pie a cada lado de la frontera, para sacarse una foto tuiteada con lemas cada vez más atrevidos. Otro, sobrevolar con una avioneta la Costa Brava, y demostrar que no tiene ningún tipo de miedo, al menos a volar. Podría compartir algunas ideas más todavía, con la certeza de que todas han sido evaluadas y de que todas aún son posibles.
Lo único imposible en esta gran tragicomedia volteriana a la que nos tiene acostumbrados Puigdemont es que si gana tenga posibilidades de gobernar. No porque los pactos puedan acabar siendo posibles, que vete a saber, sino porque no tiene nada de ganas. Demasiados años, demasiadas jugadas maestras y demasiado pendiente de Twitter. Demasiado tiempo perdido dudando de todo y de todos. Demasiados capítulos y demasiadas temporadas. Los personajes de series no tienen vidas mucho más originales que las de cualquier otro ciudadano cuando se apagan los focos. Suelen comer tres veces, viajar con los amigos o las parejas, ejercer con solvencia alguna profesión, tener aficiones menudas y amables y, si han tenido la suerte de dedicarse un poco a la familia, disfrutar de buenos momentos con sus hijos y sus nietos.
Al final, la política de primer nivel es, en esencia, una vocación, pero sobre todo una profesión. Un exceso de vocación, cuando las circunstancias no ayudan, deja poco sitio a la profesión. Y las dinámicas de gestión política profesional no dan para crear una serie que mantenga audiencias. Quizás algún documental. Pero no una sitcom de éxito. Por lo tanto, estemos atentos a este último capítulo de la última temporada, que solo puede acabar con el retorno, real o simbólico, de un gran guionista, dispuesto a todo para mantener la audiencia. Y que se dedique a escribir otra serie que no sea de política-ficción. En mi opinión, al menos, la única serie política que ha valido la pena es The West Wing.