Las advertencias de Puigdemont intimidan cada vez menos al PSOE. Mediante el reflote de liderazgos históricos y de una estrategia política basada en el pactismo de Convergència, sobre todo este último año —y medio, como mucho— Junts ha pretendido aprovechar el hundimiento de ERC para convertirse en el partido independentista central de la Catalunya pacificada. Este nuevo paradigma, sin embargo, tiene raíces en un error de cálculo que periódicamente hace de palo en la rueda de los juntaires: el pactismo de Convergència no se puede reeditar, porque la amenaza implícita que históricamente había pautado las negociaciones ha resultado no ser nada al explicitarse.
Después de la Transición, y con el sistema político reajustándose para mantener la unidad del Estado, los españoles veían detrás de los convergentes el peligro de que no darles aquello que reclamaban pudiera desatar los anhelos de libertad de los catalanes, acabando en estropicio. Convergència no fue nunca un partido independentista. Jordi Pujol no fue nunca un líder político independentista. Y precisamente por eso, precisamente porque mantenían la idea de independencia lejos e intocable, la secesión parecía una alternativa real a ojos enemigos. Convergència negoció valiéndose de un fantasma que ellos mismos ni se creían, ni deseaban, pero que sabían que, aunque solo fuera de lejos y de manera vaga, atemorizaba a los españoles.
Para los juntaires el fantasma de la independencia no es nada debajo de la sábana, una idea que creen vacía más allá del utilitarismo pactista y del rédito competencial autonomista
El procés, la falsa DUI y todo lo que ha sucedido en aquellos años ha servido para estirar la sábana del fantasma. Los españoles han visto con sus propios ojos que, en realidad, para los partidos políticos que se hacen llamar independentistas —sobre todo para los convergentes—, la independencia solo es una herramienta retórica que utilizan contra ellos para forzar marcos negociadores cuando les conviene. Que no hay ninguna intención real de liberarse cuando la utilizan como una amenaza —porque no pulsaron el botón rojo cuando los catalanes estaban en la calle—, pero que hasta ahora se habían aprovechado del temor con el que los españoles llenaban al fantasma para poder sacar beneficios de ello. Carles Puigdemont juega con la aritmética parlamentaria en el Congreso y con las humillaciones veraniegas de Magia Borràs porque, en realidad, no tiene nada más. Hoy, los españoles son conscientes de que, para los juntaires, el fantasma de la independencia no es más que eso: no hay nada debajo de la sábana, una idea que creen vacía más allá del utilitarismo pactista y del rédito competencial autonomista que puedan sacar de ella.
Con esta información en manos españolas, la única amenaza que pueden blandir los convergentes es una rueda de prensa y una cuestión de confianza a Pedro Sánchez. Y la única vía para sacar algún tipo de rédito electoral entre los catalanes es la de rebañar el fondo de la cazuela de la queja y el victimismo. Pero están atrapados, y cada vez son más conscientes de ello: los españoles no tienen ningún incentivo real para cumplir las promesas que hacen cuando necesitan el apoyo de los catalanes en Madrid, y los catalanes —o una parte nada negligible de los catalanes— no están dispuestos a participar de nuevo en el juego de anhelos de secesión de los juntaires. La comparecencia de Puigdemont de este lunes quería ser un ejercicio de fuerza, pero fue la constatación de un fracaso: del pacto con el PSOE no han sacado ninguna victoria tangible. Querrían reeditar el pactismo de Convergència, querrían rebobinar los últimos doce años de vida política del país, pero habiendo manoseado la independencia como lo han hecho, eso ya no puede ser.
El peligro más grande que corremos los catalanes es el de pensar que la independencia no es posible solo porque los partidos de obediencia catalana han especulado como si no lo fuera. Las declaraciones de Jordi Pujol en Castellterçol —que, a pesar de su edad, todavía es el hombre que entiende mejor cómo funciona la política de este país— sirven para, paradójicamente, poner la sábana sobre el fantasma y hacer que vuelva otra vez. Cuando Pujol dice “sabemos que no seremos independientes”, lo que hace es situar de nuevo la independencia en un plano lejano, preservarla de la retórica utilitarista de la que es cautiva, descontaminarla de este no-significado para que, cuando sea necesario, cuando hayan pasado los años —quince, dice Pujol—, cuando el barbecho haya sido lo bastante largo para volverla a dotar de credibilidad, los españoles llenen otra vez el fantasma con sus temores y el pactismo vuelva a funcionar como lo hacía antes. Junts es un partido construido para encontrar el equilibrio entre el fantasma que proyecten los españoles y el rédito electoral que puedan sacar ellos mismos de los catalanes cuando crean que vuelve a tocar poner la independencia sobre la mesa como quien pone una arma. El peligro que corremos los catalanes, pues, es el de pensar que esta es toda la libertad a la que aspiramos.