El 21-D, Rajoy sufrió una derrota más severa de lo que la propaganda da a entender en sus diarios y televisiones. El presidente español había dicho en Europa que el independentismo no era mayoritario en Catalunya y los señores de la Unión, que son unos cínicos, dijeron que ya les iba bien creérselo. Al más puro estilo europeo, se sentaron a fumar en sus despachos y dejaron que el Estado intentara aplastar el independentismo en las urnas.
Si ERC hubiera ganado las elecciones, Junqueras quizás tendría números para salir de la prisión. El líder republicano no ha perdido la esperanza de convertirse en el presidente de una Generalitat restaurada y controlada por Madrid. Sólo hay que ver los artículos que escribe desde d'Estremera hablando de coser el país y de amar al prójimo. Un nuevo pujolismo, con Ciudadanos en el papel del PSC, era una salida aceptable para el Estado, si los partidos del 155 no conseguían imponerse.
Las elecciones dieron un escenario que Rajoy ni nadie se esperaba. Los partidos del 155 no sólo fueron incapaces de ganar, cuando el independentismo todavía estaba en choque. Su discurso deshumanizador dio alas al candidato que parecía más dispuesto a defenderse y también más capaz de hacerlo. La estrategia de Junqueras, basada en explotar el complejo de superioridad moral de los catalanes, perdió ante el discurso más práctico y más combativo de Puigdemont.
Ante la agresividad del Estado, la retórica católica del líder republicano que tan bien parecía funcionar hace unos meses ha ido quedando fuera de contexto. En cambio, la estrategia frentista de Puigdemont conecta con el independentismo de base, que no tiene el más mínimo interés en volver al autonomismo. ERC parece noqueada y Junqueras se perfila como la maravillosa cabeza de turco que el Estado necesita para pactar con Junts por Catalunya una repetición de elecciones que pueda acabar con la mayoría absoluta del independentismo.
Es sospechoso que algunos exconvergentes se hayan vuelto tan valientes de golpe, y muy extraño que exijan coraje al presidente del Parlamento cuando su candidato no osa volver a Catalunya. A diferencia de Mas, que tiene mentalidad de empleado, y de Junqueras, que siempre se pasa de listo, Puigdemont es un superviviente. Por eso La Vanguardia le reprocha cada día que no convocara elecciones, antes de que Rajoy aplicara el 155 y desmontara la paradita autonomista.
Podría ser que el presidente exiliado escribiera a Comín que todo está perdido por el mismo motivo que a veces yo voy diciendo que quiero dejar de escribir, para sacarse presión de encima y para crearse un espacio mental para descansar. También puede ser que escribiera los mensajes para recordar a la dirección de ERC que el Estado no cumplirá nunca sus promesas. Otra opción es que juegue de farol y no tenga interés en ser investido de verdad o que navegue entre los dos partidos independentistas que intentan hacerse los simpáticos con Madrid para engañarlos a última hora y seguir mandando.
En todo caso, cada minuto que Puigdemont mantiene vivas sus opciones, el retorno al autonomismo se hace más difícil. El presidente exiliado ha conseguido que la mayoría del independentismo lo identifique con la República sin ni siquiera pronunciar esta palabra en sus discursos. Mientras Junqueras no defienda que Puigdemont tiene que ser investido pase lo que pase y que se tienen que aplicar las leyes de desconexión, ERC siempre acabará poniendo a los muertos en esta farsa absurda.
Si el líder republicano decide alguna dia ir a barraca, entonces veremos que passa -si el Estado es tan fuerte en Catalunya y el gen convergente tan listo y resistente.