Carles Puigdemont ha disfrutado de muchas ocasiones para volver a Catalunya e incomodar a las estructuras profundas de España, empezando por los días posteriores a aquellas elecciones continentales, donde prometió desembarcar en el país, si los catalanes lo elegían eurodiputado (cosa que incumplió, en una más de las toneladas de mentiras que el Molt Honorable nos ha regalado después de los hechos de 2017). Que el president haya especulado morbosamente con su desembargo en sinfín de ocasiones y que acabe volviendo ahora, precisamente ahora que no situará España en ningún tipo de callejón sin salida, solo para intentar poner palos en las ruedas de una investidura autonómica —infructuosamente, añado—, resulta un delirio oceánico. A pesar de sus incontables fraudes, el president ha mantenido cierto aroma de legitimidad durante el exilio: con su mesianismo enfermizo, ahora podría estar a punto de destruirlo todo, solo por cuatro migajas.
El puigdemontismo se ha convertido en religión y los seguidores del president 130 en una corte de fieles aduladores que le ríen todas las gracias. Creo, sinceramente, que el Molt Honorable necesitaría un amigo que lo cogiera del brazo y se dedicara a decirle la verdad, por mucho que duela. Y la verdad es que Carles Puigdemont perdió las últimas elecciones en el Parlament y que Junts, Esquerra y la CUP hundieron la mayoría independentista (además de sumar una abstención de su campo de voto superior a un millón de papeletas). El president sometió a referéndum su liderazgo y fracasó. Ahora, Puigdemont acusa a Esquerra de alevosía, cuando fue el antiguo president quien conspiró para que su partido saliera del gobierno Aragonès, a quien exigía tener la valentía unilateral que él mismo no acabó de perpetrar en 2017, lo cual inhabilita a los convergentes para hablar de nada que se parezca a la unidad de acción independentista.
Si el president quiere hacer un servicio a la nación, que haga el puñetero favor de esperar que se aplique la ley que él mismo firmó con los socialistas y que se aleje del paradigma Companys
Ahora, Puigdemont quiere volver, solo para hacerse fotografiar mientras lo detienen y martirizarse como han hecho tantos líderes del catalanismo. Como sabe perfectamente, así no evitará que Salvador Illa consiga los votos para convertirse en Molt Honorable, ni provocará ningún tipo de herida en el Estado, que ya advirtió al expresident que la amnistía tendría que ser aplicada por los jueces y que el camino de su liberación podía no ser tan fácil como el de otros exiliados. Pero Puigdemont actúa solo movido por un narcisismo enfermizo —una egolatría que puede tirar por la borda la libertad que ha conseguido preservar durante casi siete años—, y todo para tramar más política autonómica de pacotilla y hacer quedar a Esquerra como una panda de botiflers por pactar con los sociatas; lo cual también tiene su gracia, pues Junts ayudó a investir a Pedro Sánchez, exactamente igual que los republicanos y hasta hace cuatro días todavía suspiraba por el concierto económico.
El problema del puigdemontismo es que no atiende a ningún tipo de memoria de los hechos. Cualquier enmienda a la conducta suicida del president implica que formas parte del aparato mediático de Esquerra o eres un enemigo del independentismo (lo cual, en mi caso, da un poco de risa). Insisto en el hecho de que, antes de hacer el ridículo personal y mancillar la presidencia con un numerito estéril, algún amigo del Molt Honorable lo tendría que hacer entrar en razón. Volver ahora al territorio, justo antes de que lo acaben amnistiando (porque el aparato judicial lo hará tarde o temprano), resulta un martirologio que solo busca hacer mayor la herida de los propios y que, digan lo que digan los creyentes de la nueva religión, no provocará ningún tipo de pérdida de poder a España. Si el president quiere hacer un servicio a la nación, que haga el puñetero favor de esperar que se aplique la ley que él mismo firmó con los socialistas y que se aleje del paradigma Companys.
La verdad no necesita mártires, decía Pujols. Puigdemont tendría que reflexionar sobre esta frase antes de acabar su carrera política. Desde 2017, ha cometido muchos errores y ha dejado el país (y el independentismo) en una situación de altísima precariedad. El Molt Honorable —y la mayoría de los políticos catalanes— tendrían que empezar a reflexionar sobre cómo es que hay centenares de miles de independentistas que ya no les compran la moto y hacer un curso de humildad antes de retirarse de la vida pública, para así permitir que haya sangre nueva en los liderazgos del movimiento. Inmolarse ahora no es solo un acto de estéril temeridad, es acabar haciendo un ridículo mayúsculo y una emulación caricaturesca de aquello que, amado presidente, tendrías que haber perpetrado ya hace muchos años. Hazte un favor, haznos un favor; acaba tu vida política con un poco de dignidad. Cualquier cosa… menos hacer el ridículo.