¿Es el toque de gracia que le hacía falta para ganar las elecciones del 12 de mayo? Después de que con la investidura de Pedro Sánchez para que continuara cuatro años más en la Moncloa y con la participación en unos comicios de carácter autonómico JxCat haya vuelto a la senda del pragmatismo y el colaboracionismo con el estado español, asumiendo entera la herencia de CiU, a Carles Puigdemont le faltaba, aun así, un detalle en absoluto menor para cerrar el círculo de la reunificación del espacio convergente de toda la vida: la bendición de Jordi Pujol. Y finalmente ésta le ha llegado, veinticuatro horas antes del inicio oficial de la campaña electoral. Para bien y para mal, porque habrá quien considerará que el apoyo es vital para decantar el voto a su favor y quien lo verá, en cambio, como el argumento definitivo para no votarle nunca.
Prácticamente diez años después de la devastadora confesión, el 25 de julio del 2014, según la cual él y su familia habían tenido durante años dinero escondido en Andorra, la inesperada irrupción del 126º president de la Generalitat en la escena política certifica que el proceso de rehabilitación de su figura va por buen camino. Y lo hace, a punto de cumplir 94 años —el 9 de junio, coincidiendo con las elecciones europeas—, para dar carta de naturaleza a que su legado, el de su partido y el de su gobierno tienen por fin unos depositarios claros en la persona de Carles Puigdemont y en la sigla de JxCat como "continuadores de la tradición de CDC". Son ambos lo que "más se parece" y "más se acerca" a "la manera de ser y de hacer de la gente comprometida con la conciencia nacional y con la identidad y el bienestar económico y social, y el situar a Catalunya primero" que representaba CDC, constató Jordi Pujol en un acto electoral celebrado en Martorell, en el que, fiel a su tradición, sentenció que por todo ello "ahora toca" votar a JxCat y que, por eso: "Yo votaré a Junts, yo votaré a Puigdemont".
No es como si las lenguas de fuego con las que Jehová escribió las tablas de la ley hubieran descendido sobre Moisés en la montaña del Sinaí, porque ésta se parece más bien a una de las imágenes que utilizó Artur Mas en una de sus campañas electorales, pero casi. Si Carles Puigdemont necesitaba ser ungido como heredero, esto es lo que ha hecho Jordi Pujol, como en su día hizo también precisamente con Artur Mas. Y a partir de ahora será responsabilidad exclusivamente suya erigirse con el triunfo el 12 de mayo. Si lo consigue, se llevará todo el mérito, pero si ni exhibiendo a los pesos pesados se sale con la suya, la puerta de salida —que de hecho él mismo ya ha anunciado que cruzaría si no obtenía la mayoría suficiente para ser reelegido president de la Generalitat— se le abrirá de par en par. Fácil, en todo caso, no lo tendrá, porque incluso el principal rival a batir en este caso, el candidato del PSC, Salvador Illa, ha reivindicado también la etapa de construcción del autogobierno que encabezó justamente Jordi Pujol, talmente como si de golpe todos los pecados le hubiesen sido perdonados y se hubiera convertido en un tótem a venerar más allá de las filiaciones partidistas de cada uno.
El 126º president de la Generalitat ha dado un paso en absoluto inocuo: señalar, de acuerdo con su comportamiento característico, qué toca hacer ahora
La sintonía del 126º president de la Generalitat con el exalcalde de Girona no ha sido, sin embargo, siempre la misma. En 2020, por ejemplo, el distanciamiento entre ambos era total. Carles Puigdemont vivía atrincherado en Europa, contrario a cualquier tipo de acercamiento a la política española, mientras Jordi Pujol, a las puertas de las elecciones catalanas que se acabarían celebrando en febrero del 2021, no se privaba de mostrar, aunque sólo fuera en privado, la lejanía que había entre ambos. Pero no sólo eso, no tenía inconveniente en explicar a los que le rodeaban que, en realidad, él se sentía cómodo con nombres como los de Pere Aragonès u Oriol Junqueras y que, como nacionalista catalán, ya le estaba bien que ganara y mandara ERC. Y a mediados del mismo 2021, una vez celebrados los comicios y a raíz de la publicación del libro Entre el dolor i l’esperança, tuvo mucho interés en que se viera que su pensamiento político de entonces —tras un paso fugaz y táctico por el independentismo había vuelto al carril autonomista clásico— coincidía con el discurso y el programa de gobierno de los republicanos, el de la política práctica que tantos buenos resultados le había dado en su momento.
No es, pues, hasta que JxCat ha abrazado el relato convergente que Jordi Pujol le ha depositado su confianza. Y es que los inicios de la formación de Carles Puigdemont, a partir del 2017, son de rechazo frontal del legado de CDC, de alejamiento de la marca que había surgido de la frustrada refundación de 2016, el PDeCAT, y de confrontación con lo que ésta representaba. De hecho, muchos de los teóricos independientes que se incorporan a las filas que comanda el 130º president de la Generalitat lo hacen renegando de la herencia convergente, al entender que precisamente JxCat es un espacio que debe trascenderla. Nada más lejos de la realidad, como se puede comprobar no sólo con la recuperación del discurso autonomista de siempre —el del peix al cove puesto al día—, sino también con las caras que ahora representan al partido —Jordi Turull o Josep Rull, por citar sólo dos de las más conocidas—, de contrastada trayectoria dentro de CDC. Porque resulta que mientras no ha sido así, JxCat ha sido un artefacto que ha vagado sin rumbo y que apenas ha sobrevivido a su propia indefinición.
Si, por otra parte, todos estos movimientos, incluido sobre todo el reconocimiento de la obra de gobierno por parte de un adversario como el primer secretario del PSC, significan que Jordi Pujol está siendo indultado políticamente de su mácula —penalmente su caso está pendiente de juicio y nada hace pensar que se fije fecha para celebrarlo mientras viva—, es lo que todavía no está nada claro. La historia será la que resituará en el punto justo su figura, y de momento no parece que haya distancia suficiente en el tiempo ni perspectiva suficiente para que pueda hacerlo, aunque cada vez se van acortando más a la vista del papel tan penoso que han hecho la mayoría de los que le han sucedido al frente del Govern de Catalunya. Lo que es obvio es que si con aquella inculpación pretendía cargar con toda la culpa para evitar que recayera sobre su mujer y sus hijos, se equivocó. Y lo que falta es que la sociedad a la que decepcionó llegue a la conclusión de que es hora de pasar página y de restituirlo.
A la espera de todo ello, el 126º president de la Generalitat ha dado un paso en absoluto inocuo: señalar, de acuerdo con su comportamiento característico, qué toca hacer ahora. Y para que todo el mundo lo entienda, ha ungido a Carles Puigdemont como el sucesor que hará que su legado perdure, a diferencia de Artur Mas, que en el fondo le salió rana al dilapidarlo con el invento del PDeCAT. Un gesto de ninguna de las maneras gratuito.