Existe un común consenso sobre el elevado nivel de frustración personal y crispación social que parece haberse apoderado de los medios de comunicación, de los grupos políticos y, sobre todo, de las redes sociales, estas últimas convertidas, además, en el mayor amplificador de las miserias privadas, la cobardía y la exaltación de la violencia o la manipulación, convenientemente resguardadas (o eso creen quienes lo hacen) en el anonimato. No es de extrañar que se den, habida cuenta del poco edificante ejemplo con el que nos alimentan (deseducan) quienes detentan la alta responsabilidad de representarnos en las instituciones: parecen utilizar sus prerrogativas, que no son pocas, más como un beneficio personal o como piedra arrojadiza contra el adversario que como lo que realmente son, instrumentos en el servicio a la ciudadanía. Lo deseable —cada vez parece que más inalcanzable— sería que lo ejercieran con vocación de temporalidad (sonaba casi bien lo de los dieciocho meses, Rufián) y en modo que sus integrantes mantuvieran el ansia por aprender, la capacidad de rectificar y el espíritu de concordia.
Nada de eso parece ya posible, incluso aunque por un momento y bajo la presión de una Europa que ha asistido atónita a la crisis abocada sobre el Consejo General del Poder Judicial por los dos grandes partidos, PP y PSOE se hayan puesto finalmente de acuerdo. Todo el mundo sabe que el acuerdo no rebajará la tensión (ya se han vuelto a afear quién puso o cedió más), aunque solo sea para la galería, que es justamente la que mayor perjuicio pedagógico ejerce. Porque si la ciudadanía conoce de comunes intereses en quienes aparentan pelearse, ¿qué creerá de ellos?
Mientras, como cada inicio de legislatura, se dedica la gente estos días a cotillear si tal o cual diputado vive de alquiler o tiene un barco velero, un cutre piso de tercera categoría para que no nos preguntemos qué ganaban antes de entrar en la cosa pública o qué ganarán cuando se vayan del Parlament, si es que se van. Le llaman transparencia, pero no es más que el digno velo con el que se pretende cubrir en la actualidad el morbo de siempre. Así que, visto el ejemplo del gobernante y los intereses del gobernado, parece saludable abandonar cualquier esperanza respecto a la posibilidad de que el primero ejerza su función bajo el control vigilante del segundo.
En honor a la verdad, lo que ha sucedido no es peor que lo que acontece en cualquier otra ciudad de similares características, pero ¿ha de ser eso un consuelo?
Tampoco es de extrañar que entre la ciudadanía las maneras tampoco sean ejemplares: la antropología viaria estudia desde hace años cómo se manifiesta, en la conducción de un vehículo, la psicología y, en ocasiones, la salud mental de las personas. A menudo se nos olvida que se trata de una máquina de matar que a pocos kilómetros por hora ya puede producir efectos letales; la impaciencia, la prepotencia y la ira se apoderan de muchos a quienes podemos fácilmente imaginar llevados por los demonios cuando a su escasa tolerancia se suma eso que los responsables de la vialidad llaman irónicamente la “pacificación del tráfico”. No nos tomen por idiotas, estaría bien; con la densidad de esta ciudad y el añadido de un turismo que amenaza con hacernos morir de éxito, solo se ha pacificado el lugar (lotería injusta) por donde se prohíbe el tráfico, mientras a su alrededor el caos, el humo, el malhumor y el gasto de energía se hace carne sobre espíritus que en algún caso pueden no tener otro remedio que seguir utilizando el coche… ¿Lo usan para desplazarse quienes lo demonizan? ¿Tardarán tanto como yo ayer en recorrer menos de medio kilómetro de una de las principales arterias de la ciudad de Barcelona? ¿U optarán por tirar del carril público, ese que aún completamente vacío nadie osa pisar por si al final se encuentra al agente que salvaguarda ese vacío, entre otros, para nuestros dirigentes?
Es verdad que es el tiempo en el que el horizonte de las vacaciones probablemente para algunos se alargue más de lo soportable, y otros, en razón de su trabajo, ni siquiera puedan contemplarlo y eso puede redundar en ejercer como caja resonancia sobre una condición previa emocionalmente inestable o precaria. Conclusión: solo así puede entenderse la manera en que se comporta una parte de la población en el que debería ser uno de los momentos mágicos del año, la noche de San Juan. Más que una noche de fiesta para unir con fuego los dos días más largos del calendario, para cierto personal se convierte en su particular día de la purga. El nombre alude a una película que quizás la mayoría haya visto, y que relata cómo, en un mundo distópico, el orden y la ausencia de criminalidad supuestamente se ha conseguido permitiendo que una vez al año la gente cometa todos los crímenes que quiera y que en el resto de días están totalmente prohibidos. La idea de fondo es que, liberados así los peores instintos por un espacio breve de tiempo, en el resto la gente será educada y cordial, respetuosa de las normas socialmente establecidas.
Pero no, al día siguiente de la noche en que toneladas de basura quedaron abandonadas en las playas, en que algunos humanos perdieron la vida a manos de otros, en que una niña de cuatro años dejó de tener una de sus manitas porque alguien pensó que podía lanzar un explosivo (eso era) sobre la terraza en la que se encontraba y en que otros muchos sufrieron lesiones más o menos graves por similares conductas, nada parece haber cambiado. En honor a la verdad, lo que ha sucedido no es peor que lo que acontece en cualquier otra ciudad de similares características, pero ¿ha de ser eso un consuelo? Tal vez. En todo caso, para el año que viene, nos podríamos ahorrar la noche de “La purga”.