Han pasado tantos años, que dejé de contar los días. Pero colorín, colorado, que los cuentos no se acaban nunca y la vida sigue hasta que la parca decide enviarlo todo al garete. Y mientras leía el diario en línea y saltaba de Putin a Trump, de Sánchez a Feijóo, con la guinda de turno ayusista, el desbarajuste cotidiano de ERC y el comportamiento mafioso de los sindicatos verticales de RENFE, leí la noticia de que Qualsevol nit pot sortir el sol, la canción de Jaume Sisa, había cumplido medio siglo de vida.

Igual que las personas, hay discos que lucen la edad mejor que otros, y el LP que llevaba el título de una canción mítica ha envejecido sin arrugas y sigue sonando tan poderoso como la primera vez que lo coloqué en la platina con el permiso de mis padres, evidentemente, porque a esa edad y en aquellos tiempos, todo, incluso las llamadas de teléfono, debía tener el consentimiento materno o paterno, y había progenitores que guardaban la llave del candado que blindaba el disco rotatorio del aparato en un cajón secreto. Y desde esa primera vez, tuve la sensación del fin de un tiempo y del inicio de otra inocencia. En 1975, el año en que murió Franco, cualquier noche podía salir el sol, y como escribió el poeta Martí i Pol, todo estaba por hacer y todo era posible, sin saber, no obstante, que todo estaba tan "atado y bien atado", que con las manos atadas y los huevos en remojo, casi todo quedaría sin hacer y casi nada sería posible.

Cuando a mi hijo Marc le preguntaba si estaba bien, me miraba con los ojos brillantes de un vitalista irredento y me contestaba: "muy bien papá, estoy vivo". Y desde entonces, no me quejo de cosas absurdas e intento disfrutar de las complacencias que la vida me ha ido regalando a lo largo de los años, y una de estas es una canción que creó un puente entre la infancia de mis padres y la mía, un atajo lleno de personajes que se habían sumado cronológicamente a una fiesta intergeneracional. En una entrevista reciente, concedida para conmemorar el aniversario de la canción, Sisa dice que le gustaría ser un personaje de Qualsevol nit pot sortir el sol y que querría ser Alícia, porque no aparece. Si mi vida pudiera convertirse en una canción, Sisa sería uno de los personajes, como lo son François Truffaut, Jacques Brel, Boris Vian, Vicent Andrés Estellés, Françoise Hardy y, por supuesto, The Beatles. Y si yo mereciera ser un personaje de su canción, me gustaría ser Charlie Brown, el chico maltratado del grupo de Schulz y al que los pijos le quitaron el protagonismo en favor de Snoopy. Siempre me han gustado los perdedores, seguramente porque mi carácter es como el de ese jugador de cartas del chiste de Eugenio: "me gusta jugar al póquer y perder, porque ganar debe ser la hostia".

En aquellas noches en las que el alba tardaba en aparecer por culpa de las últimas ejecuciones firmadas por el Generalísimo, mi madre solía leerme unas cuantas viñetas de Charlie Brown como colofón de un día de niño escolarizado. Con mi padre, ya había jugado a indios y a vaqueros antes de cenar, una lucha en la que siempre ganaban los pieles rojas, como una buena fábula ideologizada, liderados por dos guerreros que tenían dos nombres muy ligados —por escatológicos— a Catalunya: Cagarro Finito y Pedo Lejano.

Por suerte, hay músicos como Sisa que son capaces, con el poder de los ilusionistas, de transformar el latón en oro

La canción de Sisa ha seguido amarrada a mi vida y forma parte de mi lista de YT Music, y cuando me pongo grandilocuente, y pienso en adioses, agrando virtualmente mi funeral acompañado de Doña Urraca y Patufet. Son pensamientos que buscan dar pomposidad a una vida muy corriente, pero son canciones como la de Sisa las que dan sentido a la existencia y me trasladan a una época en la que el mundo estaba teñido de un color dorado. Los setenta son áureos y así nos lo han transmitido las fotografías en color, y películas como L'argent de poche por culpa de un negativo que, una vez rebelado, tendía al dorado. Transcurridas las décadas, aquel áureo fue derivando a un azul metálico, pero la canción de Sisa siguió manteniéndose fiel a una luz, hasta convertirse en nostalgia capital de un tiempo que merece más memoria que nostalgia. Por suerte, hay músicos como Sisa que son capaces, con el poder de los ilusionistas, de transformar el latón en oro.

Si tengo un recuerdo, es el de mis padres y algunos amigos reunidos en la sala de estar escuchando Qualsevol nit pot sortir el sol, y esconder las lágrimas como lo hacen las personas de una generación que tuvieron que camuflar las ilusiones en personajes de ficción, un Matrix de luz y de color en medio de 40 años de oscuridad. Yo no viví con Taxi Key, ni con Roberto Alcázar y Pedrín, ni tampoco con Guillermo Brown, ni con la Moños, pero sí con Obélix, con Mortadelo y Filemón, con Pepe Gotera y Otilio, con el Conde Drácula y Peter Pan, y Sisa construyó un puente musical para conectar unas vidas con las otras en torno a un plato de tocadiscos que giraba a 33 revoluciones por minuto, la misma velocidad a la que nuestra luna giraba en torno a la Tierra. Un milagro que me gustaría repetir con mi hijo mayor en esta época digitalizada, en la que todo gira a destiempo.

El tirón emocional que provocó Qualsevol nit pot sortir el sol es un fenómeno irrepetible, fruto de una mente galáctica como la de Jaume Sisa, pero me veo incapaz de trasladar a las nuevas generaciones las emociones intergeneracionales que nos transmitió la canción. El mensaje, no obstante, es vigente, y aunque Shin-chan, Les Tres Bessones o Bob Esponja no hayan crecido en un contexto de usurpación de la memoria por parte de un oligarca ejecutor, merecen un himno para amparar las emociones nostálgicas de las nuevas generaciones y que las puedan compartir una tarde, de un día cualquiera, con sus hijos. Estamos en épocas oscuras y acobardadas, pero todavía hay lunas que dan luz y ganas de convertir en humo las tristezas, y de creer, firmemente, que cualquier noche puede salir el sol, aunque sea mentira.