La celebración, este 12-O, de la llamada “Fiesta Nacional” española refleja, otra vez, el discurso de un Estado-Nación unitario que rechaza toda pluralidad lingüística, cultural y nacional y muestra una configuración monárquica y militarizante. El evento se reduce a una manifestación militar y a una clase de “besamanos” en los que solo brillan el Borbón jefe de Estado, también como jefe nominal de las fuerzas armadas, y su hija, al parecer heredera en las dos jefaturas, civil y militar, junto a los elementos militares y representativos de las élites del Estado. Mientras, la legitimidad democrática, representada por los presidentes autonómicos y los poderes legislativo y ejecutivo estatales, quedan en un segundo plano frente a los referidos símbolos de la permanencia o de la esencialidad del aparato estatal.
Desde este 12-O divisamos el proceso de conquista y colonización castellana de las Américas de aquel 12-O de 1492. Un sector importante de la historiografía española, muy activo en los últimos años, afirma que Castilla no sometió ni conquistó, sino que integró a muy diversos pueblos en un único proyecto, desde la igualdad entre “los españoles de los dos hemisferios”. Frente a esta tesis, la más reciente historiografía americana y parte de la europea denuncian la conquista y colonización castellanas como un genocidio.
Hasta mediados del siglo XVIII los puertos gallegos y de la Corona catalano-aragonesa se vieron vedados de comerciar con las Indias castellanas, comercio que monopolizaban Sevilla y Cádiz
Es preciso desechar discursos y justificaciones políticas a posteriori y analizar los datos. El proceso castellano de conquista y colonización se basó, en lo económico, en la extracción y apropiación de oro y plata americanos en los siglos XVI y XVII, malbaratados en las guerras europeas de los Habsburgo, reinantes en las coronas de Castilla y de la confederación catalano-aragonesa. En el siglo y medio posterior a 1492 murió el 80% de la población indígena de los territorios americanos colonizados por Castilla, principalmente a causa de las enfermedades exportadas por los europeos, pero también por los trabajos obligados en las encomiendas. Porque sí fue verdad que el emperador Carlos V prohibiese la esclavitud de los indígenas en las Leyes de Indias, tras un amplio debate promovido por las gravísimas acusaciones de fray Bartolomé de las Casas, que denunciaba “la destrucción de las Indias”. Pero se siguieron permitiendo las encomiendas que obligaban a los indígenas a trabajar para los castellanos encomenderos, que obtenían ese derecho feudal del Poder castellano. Cuando la muerte y la enfermedad diezmaron las poblaciones indígenas, Castilla, junto a los demás estados colonizadores europeos, esclavizó a cientos de miles de personas africanas para explotar económicamente las Américas.
Además, la colonización fue unidireccional. Castilla impuso sus costumbres, lengua, religión y gobierno sobre una población indígena reducida a la dependencia personal o a la minoría de edad de hecho. Al parecer, Castilla no quiso el exterminio de los individuos de las poblaciones indígenas, pero sí quiso privarlos de muchos derechos y anularlos como miembros de cada una de sus colectividades culturales y políticas, despreciando sus religiones, lenguas y culturas. Por cierto, hasta mediados del siglo XVIII los puertos gallegos y de la Corona catalano-aragonesa se vieron vedados de comerciar con las Indias castellanas, comercio que monopolizaban Sevilla y Cádiz.
Cierto es que este pecado fue común a las colonizaciones americana, africana y de las Indias Orientales de ingleses, franceses, portugueses y neerlandeses, que incluso las hicieron peores en algún que otro lugar. Como también las hicieron iguales o peores los gobiernos federales de EE. UU. y de las élites criollas de las repúblicas latinoamericanas del siglo XIX y parte del XX con sus políticas de colonización y expulsión de las poblaciones indígenas, legítimas propietarias de los territorios que intentaban colonizar. También añoramos aquí, para cuando convenga pasar la cuenta, la culpa del sultán de Marruecos (antecesor del actual) y de los jeques argelinos y tunecinos semiautónomos del Imperio Otomano en la esclavización de cientos de miles de personas europeas, secuestradas por piratas en las costas de nuestro Continente entre 1500 y 1830, de las que muchas murieron en esa esclavitud.
He ahí el derecho del anterior presidente mexicano a reclamar del rey de España, sucesor del rey de Castilla, una disculpa histórica, que ya emitieron los Países Bajos respecto de la colonización o el Papa de Roma respecto de la propia evangelización americana. Pero esta disculpa le pertenecía al presidente del Gobierno del Estado como director de la política exterior estatal, y no la emitió ni dispuso que el jefe del Estado la emitiese. Al contrario, vetó la presencia española en el acto de la asunción presidencial de Claudia Sheinbaum al frente de los Estados Unidos Mexicanos, mientras requería a los partidos de la coalición de la investidura que omitiesen su presencia en dicha asunción. Pero la representación en la misma al más alto nivel del soberanismo gallego (BNG), junto con las de ERC y EH-Bildu, priorizaron los intereses de las colonias gallega, catalana y vasca en México, al tiempo que demostraron respetar la legitimidad de la nueva presidenta de los Estados Unidos Mexicanos, despreciada por el Gobierno del Estado.