A Quim Torra, muy poca gente —mucha menos de los que tenían la obligación de hacerlo— le reconoció el tratamiento que le correspondía de Molt Honorable President de la Generalitat de Catalunya y, desde el primer momento, me pareció muy injusto. Cierto es que en la fiesta unionista que se desbocó con El Procés de descalificación permanente y desmesurada de Catalunya y, en especial, de sus dirigentes, hubo para todo el mundo; pero los ataques al president Torra fueron especialmente cruentos.

Contra Quim Torra se orquestó una campaña muy exitosa que le colgó el letrero en neón de supremacista, xenófobo y racista gracias a la contribución de declaraciones de activismo de kale borroka de los principales partidos españoles —PP, VOX y PSOE—, y no pocas contribuciones desde Catalunya mismo. Campaña además que hicieron tanto dentro del Estado como fuera de este, especialmente en el Parlamento Europeo.

Ahora, casi siete años después, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) no pregunta a Torra, pregunta al Estado español cuál es el trato que se dio al president por toda la persecución, tanto a través de los juzgados como por la vía administrativa, a la que fue sometido; hasta apartarlo de la política. Y eso lo tiene el supremacismo, no respeta los derechos, de hecho no los reconoce y no los concede a los que no considera de los suyos.

El supremacismo es la creencia de un grupo de sentirse superiores, por naturaleza, a otro. Y yo me pregunto, ¿es eso lo que el Estado español considera respecto de las catalanas y catalanes?

Si lo miramos en el diccionario, el supremacismo es la creencia de un grupo de sentirse superiores, por naturaleza, a otro. Y yo me pregunto, ¿es eso lo que el Estado español considera respecto de las catalanas y catalanes? ¿Y la misma sociedad española, cuando menos, mayoritariamente también? ¿Es eso lo que hace que el Estado español se salte todos los principios democráticos establecidos, incluidas las propias leyes constitucionales y no pase nada? Es más, que la ciudadanía en general, aplauda las sentencias, sin ni siquiera considerar objetables las anomalías evidentes o la falta de rigor en la aplicación de las leyes. Ahora el TEDH pone sobre la mesa una parte de las preguntas que la misma sociedad española se tenía que haber hecho y tendría que estar haciendo; no solo por saber la calidad de su sistema judicial, sino de su democracia. Es decir, contestar a dos cuestiones centrales: ¿Cómo es que los tribunales han tenido un papel activo, muy y muy activo, en la ruptura de las carreras políticas de las y los dirigentes independentistas catalanes? ¿Cómo es que se ha cambiado a los tribunales, o mediante el resultado de su intervención, la voluntad de la población de Catalunya expresada en las urnas?

El TEDH no sabemos hasta dónde llegará, pero el solo hecho que haya emprendido el procedimiento —ha admitido a trámite la demanda—, ya quiere decir que hay caso. A mis ojos, hay evidencias de todo tipo y manera, no solo en el caso del president Torra; sino en los casos de los centenares de catalanas y catalanes represaliados por los tribunales. Todavía ahora, con la aplicación de la amnistía, se ha vuelto a reproducir una parcialidad claramente manifiesta: solo hay que contar cuántos miembros de los cuerpos de seguridad del Estado han sido amnistiados y cuántos políticos o activistas catalanes no lo han sido por los mismos hechos. ¿A quién se niegan los derechos del Estado de derecho y, por lo tanto, en qué bando recae la supremacía?