"La distancia que existe entre el analfabetismo y el alfabetismo a mi familia es de dos generaciones", me dijo un día un buen amigo antes de contarme la historia de sus ascendientes. Su relato me impresionó. Su abuela era sirvienta en una buena casa de Jaén. Era analfabeta, como tantísimas otras personas durante los años de la posguerra. Era analfabeta, pero era una mujer lista y sabía perfectamente que, si no hacía nada por cambiar las cosas, su hija, nacida en 1945, también sería sirvienta. La sociedad andaluza era y es todavía, en muchos ámbitos, una sociedad clasista, casi feudal, dominada por grandes familias terratenientes. Aquella mujer sabía que la condición de criada, como la condición de jornalero, era hereditaria. No había ascensor social, por entonces, en Andalucía. Por eso, a mediados de los años 50 reunió el coraje suficiente, la hija y una maleta y se plantó en tren en Barcelona. Era consciente de que en Catalunya seguiría ejerciendo de sirvienta, como así fue, pero también sabía que su hija y sus nietos tendrían una oportunidad que no tendrían si seguían viviendo en la Andalucía franquista. Fue una visionaria y su sueño catalán se cumplió: mi amigo se licenció en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y ha realizado una carrera profesional admirable.
Explico este caso, como hay decenas de miles parecidos, porque últimamente ha reavivado el debate sobre quién levantó Catalunya durante los años cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta. El estreno de la película “El 47” ha contribuido involuntariamente a este debate, tan antiguo como envenenado. Hay una versión muy interesada, según la cual estas personas que llegaron a Catalunya vinieron a levantar el país. Según esta versión, nuestra prosperidad y bienestar se la deben a ellos, porque sin ellos no lo hubiéramos logrado. Ellos vinieron a levantar Catalunya, porque quizás los autóctonos no eran capaces. Pues no. Estas personas no vinieron a levantar a Catalunya. Cuando tomaron los trenes para venir a nuestro país, no lo hicieron pensando en que venían a levantar nada, sino que huían de la miseria, del hambre y, en muchos casos, de la persecución política porque pertenecían al bando perdedor. Y aquí les acogimos, con generosidad; donde comen dos, comen tres. Cuando llegaron aquí descubrieron un mundo nuevo, un país distinto, sometido a la misma dictadura, pero con una lengua diferente y una forma distinta de entender el mundo. Y muchos se integraron, trabajaron, crearon familias y prosperaron. Y ciertamente ayudaron a reconstruir un país hecho trizas. Ayudaron a hacer un futuro mejor para Catalunya y para ellos mismos. Con dificultades para unos y otros, claro que sí. Y Catalunya pagó un peaje elevado; crecimiento urbanístico caótico, aculturación, problemas sociales, etc.
Los catalanes, tanto en Barcelona como en el resto del país, eran y son gente trabajadora; menestrales, comerciantes, campesinos y dependientes a los que nadie ha regalado nunca nada, al contrario
El discurso tramposo creado y cacareado por determinada izquierda (catalana y española) se apoya sobre el tópico según el cual la sociedad catalana es básicamente burguesa, barcelonesa, connivente del franquismo y cobarde. Pues tampoco es cierto. Los catalanes, tanto en Barcelona como en el resto del país, eran y son gente trabajadora; menestrales, comerciantes, campesinos y dependientes a los que nadie ha regalado nunca nada, al contrario. En el pueblo de mi abuelo, en Gerri de la Sal, hasta los años setenta había muchos trabajadores de los salinos (catalanísimos de mil generaciones) que iban a trabajar todos los días desde los pueblos cercanos, en algunos casos caminando dos horas para ir y otras dos para volver a casa. No tenían un autobús para secuestrar porque, en medio país, el transporte público era una ficción. Muchos de aquellos trabajadores también eran analfabetos y no sabían hablar castellano, y levantaron el país, porque no tenían otro al que emigrar. Y como ellos, decenas de miles de catalanes en las minas del Berguedà, en los muelles de Tarragona, en los viñedos de la Terra Alta, en las fábricas del Vallès, en los bosques corcheros del Empordà, en los talleres de Mataró, en los olivares de les Garrigues, en los comercios de Barcelona y en los arrozales del delta del Ebro. No necesitamos lecciones falsamente progresistas sobre quién levantó Catalunya. Y manipulaciones identitarias en el otro extremo, tampoco.
Este país lo han levantado siempre, no únicamente después de la guerra —como si antes de 1939 Catalunya fuera un no lugar—, los de aquí. Y muchas veces se ha reconstruido después de una derrota. A menudo se ha levantado y vuelto a levantar con ayuda de gente de fuera. Durante siglos fueron los occitanos, quienes venían huyendo de la miseria. Luego fueron murcianos, andaluces y extremeños. Y ahora vienen de otros lugares. Nos puede gustar más o menos, pero Catalunya está en el vientre de Europa y esta es nuestra realidad. La geografía lo determina todo y de la geografía no se puede huir. Saldremos adelante, como siempre, a pesar de todo. Porque he aquí el objetivo final, inconfesable, de muchos de los que minimizan, ridiculizan, disminuyen y se burlan de los catalanes de ocho apellidos: la desaparición. Y como no pueden decirlo, practican la denigración pública del grupo, para avergonzarlo colectiva e individualmente. Pues tengo malas noticias: no se saldrán con la suya porque la mayoría de los nietos de los que vinieron a buscarse una vida mejor son, como mi amigo, tan catalanes como Guifré el Pilós. Nos quieren dividir por razón de origen y lengua, y no lo lograrán porque une más el futuro que el pasado.