Actualmente, vivimos en un mundo en el que la línea que separa a los políticos de los influencers es cada vez más fina. Tanto es así que a veces cuesta decir quién lleva realmente el timón de la sociedad y quién es quién. Hay políticos que intentan parecerse cada vez más a los influencers (con actitudes infantiles en las redes sociales) y hay influencers a los que les gustaría tener algún cargo político. Los políticos tienen el poder de las instituciones: pueden aprobar leyes, mover presupuestos y decidir el futuro de sus naciones con una simple firma. Los influencers, por otro lado, con un solo vídeo de quince segundos en TikTok o con un tuit bien escrito en el lugar y el momento adecuados, pueden hacer temblar a los políticos, cambiar la opinión pública e, incluso, en casos extremos, modificar los resultados electorales.

Los políticos son la imagen oficial y tienen el poder formal: un presidente puede cerrar fronteras, declarar estados de emergencia o negociar tratados internacionales. Pero en esta vida todo tiene un precio, y el de los políticos es la burocracia y la necesidad de mantener una imagen pública impecable. Saben que cualquier pequeño error que cometan actualmente es carne de meme. Los políticos (de momento) tienen autoridad, sí, pero saben que necesitan las redes sociales para vencer al adversario. Y aquí es donde entran los influencers, que, cada vez más, son los que mueven los hilos de la política gracias a sus millones de seguidores. Son los nuevos empresarios adinerados de la actualidad, pero no por una cuestión económica, sino por el poder que tienen. Antes el dinero movía las opiniones; ahora, lo que mueve las opiniones y lo que inclina las balanzas es el poder de influencia de los influencers. A diferencia de la rigidez política, tienen una capacidad única de conectar con la gente, porque no hacen un discurso aburrido desde un atril, sino desde el sofá de su casa, con un café en la mano y maquillándose. La gente los percibe como uno más de la familia, como alguien a quien admiran y en quien pueden confiar.

Los políticos tienen el poder oficial (el de las leyes y las instituciones), pero los influencers tienen el poder intelectual y emocional (el de las mentes y los corazones)

Pero, obviamente, no todo es un camino de rosas, tampoco. Los influencers también tienen un talón de Aquiles: la credibilidad y la confianza. Cuando un político habla, por mal que lo haga, tiene el respaldo de un cargo. Un influencer, en cambio, depende exclusivamente de su carácter y de la confianza que inspire. Si su actitud cambia bruscamente hacia direcciones que no gustan a sus seguidores o si descubren que ha cobrado por mentir o por apoyar a algún candidato, por ejemplo, puede perder buena parte de sus seguidores. Y, lógicamente, un influencer sin seguidores pierde cualquier tipo de poder que haya podido tener. Hay muchos casos de influencers que, cuando alcanzan cierta fama, quedan deslumbrados por el éxito y empiezan a actuar de una manera totalmente irracional (yo creo que esta actitud ya viene de fábrica y se manifiesta cuando tienen el ego tan inflado que no pueden esconderla más).

Entonces, ¿quién manda más? Los políticos tienen el poder oficial (el de las leyes y las instituciones), pero los influencers tienen el poder intelectual y emocional (el de las mentes y los corazones). Los influencers son más cercanos a la gente, pero, cuando hay una catástrofe, una guerra o una pandemia, la gente todavía busca el consuelo de los políticos. Sin duda, una decisión difícil.