El rey Juan Carlos I (todavía conserva ese título) ha conseguido situarse en la realidad paralela de la ley, la ética, la estética y el orden. Tras ser un defraudador confeso, después de librarse de la investigación por inviolabilidad, prescripción y porque regularizó los fondos opacos, pretende ahora recuperar esa fortuna de origen desconocido (y presumiblemente ilícito) para sus hijas. No tiene inmunidad garantizada tras la abdicación y por eso es un ciudadano huido a Abu Dabi, tributador fiscal del régimen saudí y evasor del fisco del país donde fue jefe del Estado durante 34 años. De las residencias de monarcas que podían acogerle, eligió la única dictadura. Cuando salió de España mientras tenía abiertas las investigaciones por cinco delitos fiscales, la derecha acusó al Gobierno de echar al emérito, no permitirle volver y, en caso de fallecimiento, ser el culpable de un traslado deshonroso.
Ahora sabemos (adelanto de El Confidencial) que prepara una Fundación para que sus hijas, las infantas, con sitio en el patronato, se queden con esa fortuna por la que no rindió cuentas. La polémica estará en la apertura del testamento y la repatriación de los fondos. En un posible vehículo de blanqueo de capitales para disfrutar en España de unas comisiones por las que nunca rindió cuentas.
El rey tiene que elegir entre legitimar unas actividades que deben quedar fuera de la Casa Real o heredar las explicaciones que no dio su padre.
La Fiscalía y las investigaciones periodísticas destaparon entonces la apertura de dos trust en un paraíso fiscal, una cuenta opaca en las Islas Vírgenes Británicas, regalos de miles de euros en viajes, cantidades ingentes en efectivo y hasta armas. Ninguna prebenda fue declarada, jamás aclaró por qué abrió esas cuentas de espaldas a la Jefatura del Estado, mientras cobraba la asignación pública. Tampoco declararon los gastos sus nietos ni sus hijas que tiraron de las tarjetas black con fondos de un empresario mexicano, según contrastó la instrucción.
Las instituciones se deterioran normalizando la corrupción como forma de vida pública. El emérito ya disfruta de cierto perdón social, una condonación de la culpa inmerecida tras numerosas irregularidades contrastadas y una nula ejemplaridad. Es imposible rehabilitar al exmonarca en estas condiciones. Juan Carlos I entra y sale de España con magnates pagando por sus viajes, sus fragatas, los vuelos millonarios en jet privado y las estancias en hoteles de lujo. El emérito se niega a renunciar a un tren de vida y a ser un ciudadano con tributación en el país por el que tanto presume haber hecho.
Que ahora las infantas puedan querer repatriar esa fortuna añade una nueva mancha imborrable a la Monarquía. Felipe V y el papel clave de la reina Letizia Ortiz han conseguido levantar una concertina familiar, dejando al resto de miembros fuera. Hace pocos días, trascendió una fotografía de Felipe VI con Cristina de Borbón. Es cierto que son familia, pero el rey tiene que elegir entre legitimar unas actividades que deben quedar fuera de la Casa Real o heredar las explicaciones que no dio su padre. El escándalo del emérito está cronificado en su legado y no va a dar marcha atrás. Es también responsabilidad de todos seguir poniendo paños calientes a quien más está haciendo por el deterioro del legado y la imagen de la jefatura del Estado.