Ya basta. Esta especie de escandalera que montan desde el poder mediático y político español, cada vez que se reabren las preguntas —es decir, las heridas— del atentado de la Rambla, no es nada más que un monumental ejercicio de hipocresía, cuya finalidad es hurtarnos de las respuestas que buscamos. Lisa y llanamente, y dejémoslo claro de una vez: el Estado no quiere que sepamos qué pasó el 17-A, quién tuvo algún tipo de implicación y qué responsabilidades se podrían derivar de ello. El resto no es más que fariseísmo de cortos vuelos, nacido para alimentar la opacidad y, tal vez, la mentira.
Es cierto que repugna profundamente tener que escuchar a un terrorista directamente vinculado con el atentado, y que su palabra no es verdad inapelable. Incluso, por pura responsabilidad ética, hay que considerarla muy poco fiable. Pero el problema no nace de las palabras que ha pronunciado Mohamed Houli Chemlal, el único superviviente de la explosión de Alcanar y miembro de la célula que mataría a 16 personas y heriría a 152, sino de las palabras que no pronuncian los servicios de inteligencia del Estado. Si Houli ha creado un gran impacto en la sociedad catalana, no ha sido porque, de repente, estemos atentos a creer a un terrorista, sino porque ha sembrado en un campo que ya estaba muy abonado. Salvando las diferencias, es lo mismo que pasa con el comisario Villarejo, cuyas “verdades” no se neutralizan por el hecho de haber sido el gran factótum de las cloacas del Estado en contra del independentismo. Es justamente lo contrario, tienen valor justamente porque quien lo dice sabe de qué habla. Intentar considerar, pues, que es inmoral escuchar lo que dice el terrorista —que además ya no tiene nada que ganar haciendo las declaraciones que ha hecho—, no es nada más que una maniobra para no escuchar el silencio clamoroso que sale de las fuentes oficiales.
En este sentido, hay un hecho de que es indiscutible: la montaña de preguntas inquietantes vinculadas a los servicios de inteligencia, surgidas de las investigaciones del atentado, que el Estado se niega a responder. Y cuando sumamos dos más tres de todo lo que sabemos, el cuatro es un resultado escalofriante. Sobre todo porque ya sabemos demasiadas cosas: sabemos que Abdelbaki es-Satty, el imán responsable de la matanza, era confidente del CNI; sabemos que estaba monitoreado y controlado; sabemos que los integrantes de la célula tenían los teléfonos pinchados; sabemos que pudieron almacenar 500 litros de acetona y 100 bombonas de butano, a pesar del seguimiento policial; sabemos que el largo recurrido yihadista de Es-Satty era conocido desde el atentado de Casablanca del 2003; sabemos que el mismo CNI de Barcelona no lo había querido, cuando decidieron enviarlo a Catalunya, y por eso lo enviaron a Ripoll...
No es propio de un país democrático escuchar las razones de un terrorista. Pero es todavía más impropio, vergonzoso y altamente sospechoso no escuchar razones del Estado a las preguntas inquietantes que han surgido de la información conseguida
Si sabemos todo esto que no ha sido desmentido, y muchas otras cuestiones que los abogados han planteado y han sido rechazadas, ¿¿qué esperan que pensemos?? Y todo en pleno procés de independencia, con el ministro de turno avisando de que “pasarían cosas en agosto, y con el Estado desplegando todo su poder más allá de las costuras democráticas”.
¿El Estado español tuvo algo que ver con el atentado de la Rambla de Barcelona, en 2017? Esta es la pregunta que resulta inevitable, no porque seamos amantes de las teorías conspiranoides, sino porque el cúmulo de incógnitas que el Estado no ha querido resolver es altamente explosivo. Es el Estado y sus servicios de inteligencia y los medios que blanquean los interrogantes, son ellos los responsables de que mucha gente, en Catalunya, crea que ciertamente algo tuvieron que ver. Han negado las respuestas —incluso a los mismos familiares de las víctimas— y han alimentado la confusión, y cuando las palabras inculpatorias salen de la boca oscura, tenebrosa, pero informada de un terrorista, entonces se llevan las manos a la cabeza. Tienen razón. No es propio de un país democrático escuchar las razones de un terrorista. Pero es todavía más impropio, vergonzoso y altamente sospechoso no escuchar razones del Estado a las preguntas inquietantes que han surgido de la información conseguida.
¿Qué esconde el Estado con respecto al atentado de la Rambla? ¿Por qué lo esconde? ¿Qué teme, escondiéndolo? A estas alturas, siete años después del atentado y con centenares de interrogantes sin respuesta, estas son las preguntas que nos vemos obligados a hacer. Sospechar es muy desagradable, sobre todo cuando hablamos de muertos. ¿Pero quién nos lleva a sospechar? Esta respuesta la sabemos sobradamente, y por eso la pregunta es tan inquietante.