Si mi presidente es Pere Aragonès, mi presidente era Carles Puigdemont. Y si algún día es Salvador Illa, lo será Salvador Illa con todas sus consecuencias. ¿Qué quiero decir, con algo tan obvio? Quiero decir que un presidente representa a mi país tanto cuando estoy de acuerdo con él como cuando no, tanto cuando acierta como cuando se equivoca, y tanto cuando es un líder como cuando solo supura mediocridad. El discurso de Pere Aragonès este miércoles en el Senado español desprendía— aparte de ansias de protagonismo en esta recta final de una negociación— una asociación casi directa entre amnistía y referéndum que funcionó bien en términos retóricos, pero que desgraciadamente no depende de él: ahora mismo estas cuestiones dependen tanto del president Aragonès como del presidente aragonés, que también estaba en el Senado.

La recta final negociadora que se está produciendo es compleja, pero se produce bastantes kilómetros más al norte del Senado. Esperen el fracaso si no se ajusta lo suficiente al discurso del 5 de septiembre de Carles Puigdemont, y el éxito si se ajusta a él. Poco más que analizar. ¿Pero por qué es el discurso del 130º el que marca los términos y el ritmo, y no los discursos que pueda hacer Aragonès (mi presidente) en el Senado español o en el Senado Intergaláctico? ¿Por qué los presidentes autonómicos respondían a Aragonès hablando de un tal Puigdemont? Pues porque Puigdemont es el único que ahora mismo puede encarnar la continuación del hilo de octubre de 2017. El único. ¿Porque lo hizo todo bien? No: porque era el president y porque ha mantenido un litigio jurídico y político durante su exilio que todavía tiene una fuerza innegable. La existencia de esta figura lo distorsiona todo, hace que la parte catalana gane peso (histórico, simbólico, político) en sus demandas y lleva a todo el mundo a situarse en ese octubre. De hecho, lo de la amnistía hay mucha gente en el Estado dispuesta a aceptarlo para todos, excepto para el president Puigdemont: el president Puigdemont ya es otra cosa. Por lo tanto, ya puede hablar el president Aragonès de amnistía o de referéndum: quien debe intentar resolver estos temas, es decir, resolver lo inacabado en 2017 (tanto si dispone de influencia aritmética como si no), tiene un solo nombre y lo sabe todo el mundo.

En este momento de reanudar el debate, los socialistas creen que hay que remitirse a textos estatutarios y a modelos federalizantes, olvidar el octubre, en definitiva

Recapitulemos, pues, sobre Puigdemont: mi presidente convocó un referéndum, mi presidente impulsó una declaración de independencia y mi presidente la suspendió. Las tres cosas son igualmente importantes, las tres deben tenerse en cuenta y las tres forman parte de la historia. Por lo tanto, si durante estas negociaciones se quiere invocar el octubre de 2017, hay que invocar una declaración y también una suspensión: una suspensión que, por errónea que fuera (la he calificado de errónea mil veces), respondía a la falta de garantías del Estado de no aplicar el artículo 155 y también al ruego europeo de intentar evitar una escalada insalvable del conflicto. Suspender significa suspender, y significa que la cosa ha quedado en suspensión hasta la fecha. No anulada, no borrada, no inutilizada: el octubre de 2017 queda suspendido en la historia, y si se reanuda el debate político es porque parecería que las circunstancias han mejorado (o por simple necesidad aritmética, da igual). En este momento de reanudar el debate, los socialistas creen que hay que remitirse a textos estatutarios y a modelos federalizantes, olvidar el octubre, en definitiva. Por su parte, los independentistas reclaman, parte de ellos, la legitimidad directa del 1-O (y la aplicación efectiva de su resultado) mientras los demás, más conscientes de la suspensión del 27, proponen una actualización del mandato: es decir, el enésimo intento de celebrar un referéndum acordado. Lo que pide Aragonès sin que esté en manos de Aragonès.

¿Existe un punto medio entre la postura socialista y la independentista? Esta sería el objetivo de búsqueda de un mediador, en teoría. A primera vista, uno diría que el punto medio sería una especie de pacto confederal, en el que se admitiera el derecho al divorcio (es decir, la condición de nación con todas las consecuencias), pero se comprometiera la renuncia a su ejercicio durante un tiempo, y a ver qué tal. El papel lo aguanta todo, pero me temo que las necesidades políticas son más urgentes. Por eso, ahora mismo, mi previsión es de pacto de mínimos, sí, pero con una posterior lluvia de incumplimientos que precipitaría el fin de la legislatura española.

 ¿El debate sobre el referéndum quiere dejarse para el día después de la investidura? De acuerdo, pero la ventaja de disponer de un mediador es que podría observar los comportamientos, voluntades, incumplimientos o simplemente la imposibilidad de un punto de entendimiento. El mediador (o facilitador, o intermediario, o relator, como le quieran decir) haría, por tanto, simplemente de certificador de un acuerdo o de un fracaso. Como hacen los notarios, daría fe. Mort, qui t’ha mort.

Con un certificado oficial (y neutral) de fracaso se puede ir a muchos más sitios que con una acusación de parte: puede legitimar muchas acciones colectivas, puede reforzar muchas causas y también puede dar lugar a muchos cambios electorales. La pregunta es si habrá que levantar acta de defunción en unos años o bien si, ya ahora, la criatura está muerta antes de nacer. Quizás para eso no hará falta ningún documento notarial, sino que bastará con una sentencia europea. Ambos, por cierto, son documentos válidos.