El eslogan de la campaña del Brexit era muy simple: “¡Recupera el control!”. En tres palabras quedaba sintetizada la angustia ciudadana por la incapacidad de los políticos de poner freno a muchas cosas, pero especialmente a la inmigración de personas de cultura musulmana. El odio al desconocido, el miedo a la alteridad, es, nos guste o no, una reacción muy humana. Desde que el mundo es mundo, pueblos y comunidades se han enfrentado por el control del territorio, de los recursos naturales o bien por acumular poder. Hay odios bestiales y odios sutiles, como por ejemplo una campaña contra los llamados “expats” en el barrio barcelonés de Gracia. O sea, contra los extranjeros, generalmente acomodados, europeos o norteamericanos, que, según los instigadores de la campaña, son los responsables de la proliferación de la cultura del brunch que amenaza de destruir el almuerzo de tenedor tan arraigado aquí en otros tiempos. Los que acusan a los extranjeros ricos de gentrificar Barcelona son los mismos que defienden enconadamente que el uso del velo en las escuelas es una tradición cultural que hay que respetar o bien que reclaman papeles para todo el mundo que provenga del sur global. La contradicción es flagrante, pero las cosas son así. La discriminación por origen de clase está generalizada y coloniza la mente de todos. Supongo que es así porque los humanos somos, independientemente de la ideología que defendamos, parciales y tenemos prejuicios. Aunque lo nieguen, o quizás es que simplemente no lo quieren reconocer, el rechazo a los “expats” es simétrico al miedo, más general, contra el inmigrante que se pasea por los barrios marginales de Barcelona, Manresa, Ripoll o Terrassa con babuchas y chilaba moriscas o hindúes. Las formas de racismo son múltiples.
Para la cultura woke, hoy dominadora del relato, el norte global es, por definición, la cuna del capitalismo y, en consecuencia, el acelerador del mal en todo el planeta. No hay duda de que el colonialismo ha provocado un desorden mundial que ha empobrecido los anteriormente llamados países del Tercer Mundo. Quizás habría que tener en cuenta que también ha contribuido a este desastre una clase dirigente africana o latinoamericana que se ha formado en las mejores universidades europeas y norteamericanas. Teóricamente, estos dirigentes que cuando acaban los estudios de élite vuelven a su país se han formado siguiendo las doctrinas del pensamiento liberaldemócrata que predomina en Cambridge o en Stanford, por ejemplo, pero que olvidan en el mismo momento que aterrizan de nuevo en casa y cogen las riendas del Estado. Haber estudiado en Europa o en los Estados Unidos, no garantiza de ninguna forma la difusión de los valores democráticos nacidos en la Grecia clásica y que, al menos hasta hace muy poco, inspiraban la política europea. Preservar la Europa democrática tampoco ha sido tan fácil. Solo hace cincuenta años que desaparecieron las dictaduras en España y Portugal (las dos con una duración muy larga) y Grecia (más corta pero igualmente sanguinaria). En España, además, la transición de la dictadura a la democracia fue tan imperfecta e injusta, que congeló momentáneamente el virus antidemocrático que introdujo el franquismo y que ahora ha despertado de forma virulenta en las instituciones del Estado, empezando por la monarquía.
España acaba de investir presidente a un señor que, como se ha vuelto a constatar en la visita oficial a Israel como presidente de turno de la UE, ha dinamitado las relaciones diplomáticas con el único Estado democrático de la zona
Europa ha sido escenario de dos grandes guerras mundiales, si nos centramos solo en el siglo XX, pero también ha sido en territorio europeo donde ha arraigado el totalitarismo, negro o rojo, que puso en riesgo la democracia. Recuperar la libertad costó millones de muertes, pero la mitad de los europeos quedaron atrapados bajo unos regímenes totalitarios que ignoraban la democracia. Los dirigentes revolucionarios africanos iban a estudiar a Moscú, a la Universidad Patricio Lumumba, donde aprendieron a ningunear los valores democráticos, tanto o más que la “casta” contra la cual combatían. La Guerra Fría ayudó a consolidar unas dictaduras que, una vez caído el Muro de Berlín, serían derrocadas por el islamismo más dogmático e intransigente, con la alegría de sectores izquierdistas que apoyaban revueltas como la de los ayatolás en Irán porque eran antiyanquis. Este islamismo ha llegado a Europa aprovechando la fascinación por el continente que mucha gente del sur global tiene por el “paraíso” europeo, pero sin ninguna intención de capilarizarse con la población originaria. Entiéndase bien, porque esta no es una historia que se pueda explicar desde los apriorismos racistas, o desde un buenismo que diferencia entre los “invasores” ricos y los “refugiados” pobres que llegan en pateras a las costas de Grecia e Italia o cruzando el estrecho de Gibraltar para acceder a Europa a través de la península ibérica. Es imprescindible oponer una mirada sosegada que elimine los prejuicios para entender por qué Geert Wilders, el líder de la extrema derecha en los Países Bajos, acaba de ganar las elecciones con un discurso xenófobo en un país que alardea de ser superliberal, si bien los bisabuelos de muchos de los votantes neerlandeses fueran los responsables del apartheid en Suráfrica. Un intento infructuoso de genocidio.
El conflicto palestino-israelí no es una historia de buenos y malos en la que los buenos son siempre los mismos
Es imposible intentar entender la historia con dos tuits. Timothy Garton Ash observaba la semana pasada desde las páginas del diario The Guardian que el eslogan de la campaña del Brexit era tan bueno porque supo tocar la fibra del miedo de los votantes: la migración estaba fuera de control y había que replegarse en casa. Quizás sí, pero también triunfó porque mucha gente estaba —y está— harta de una clase política que es incapaz de ofrecer soluciones a prácticamente nada, mientras que un día tras otro se conocen nuevos casos de corrupción. Una clase política, por otra parte, que es incapaz de dar una salida democrática a los conflictos políticos que alteran la “normalidad” social con un acto tan normal como es votar, por ejemplo, la autodeterminación. Los tiempos que vendrán no serán plácidos, si los políticos de tradición democrática no lideran un cambio estructural. España acaba de investir presidente a un señor que, como se ha vuelto a constatar en la visita oficial a Israel como presidente de turno de la UE, ha dinamitado las relaciones diplomáticas con el único Estado democrático de la zona, que lo es tanto como Italia, Hungría, Suecia o Eslovaquia, Estados miembros de la UE, donde todavía hoy gobierna la extrema derecha. Abordar los grandes problemas del mundo desde la frivolidad tiene esta consecuencia. El conflicto palestino-israelí no es una historia de buenos y malos en la que los buenos son siempre los mismos. Por otro lado, un día Pedro Sánchez nos explicará por qué puede defender el reconocimiento del Estado palestino (una solución razonable) y, en cambio, se niega a reconocer Kosovo o la República del Sáhara Occidental.
Hay que recuperar el control, efectivamente, pero tiene que ser el control de la democracia, del pluralismo y del laicismo de las instituciones y del espacio público como base de la convivencia. El independentismo catalán tiene mucho campo por correr en esta pista, si no se abraza a quienes, como Wilders u Orbán, pero también como Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, ofrecen soluciones simplistas a cuestiones complejas. Solo los políticos valientes serán capaces de generar confianza y enderezar el mundo. También en Cataluña, donde tres de cada cuatro catalanes, según explicaba ayer en este diario Pedro Ruiz, no están satisfechos con el funcionamiento de la democracia. El populismo se alimenta con esta insatisfacción.