A veces una tiene la sensación de que el mundo de los premios literarios en nuestro país funciona como una gran red clientelar. Iniciando la columna con esta sentencia, el lector enseguida la hará sonar como una referencia a la Nit de Santa Llúcia d’Òmnium Cultural. Sí y no. Fue esa puesta en escena la que me hizo pensar en ello, pero este texto no quiere ser una enmienda a la totalidad. La parte más importante de los premios literarios es la que no se ve. Ni se oye. Cada vez que se otorgan premios, lo que uno tiene que salir a buscar si quiere entender del todo qué ocurre en el mundo de las letras, son los silencios. No es que haya siempre dos conversaciones —una oficial y una privada en la que se hace una crítica más fiel a la verdad—. Es que los silencios también forman parte de la conversación oficial. De hecho, muchos callan para poder seguir habitando ciertos espacios, ciertas discusiones, seguir recibiendo ciertas ofertas y seguir haciendo girar la rueda de los premios, a ver si algún día les toca.

Que todo funciona como una red clientelar lo escribo porque la Nit de Santa Llúcia me hizo pensar en ello, pero esta desconfianza latente con todo lo que suponga un reconocimiento público de las letras viene de lejos. Viene, de hecho, de haber visto cómo los silencios de la conversación pública oficial se convertían en críticas descarnadas en los entornos privados. O de haber adivinado cómo más o menos todo el mundo aceptaba con bastante cinismo que en el jurado de tal premio estaba el editor —editora— del libro premiado. O de haber vivido cómo la tónica era hablar maravillas de una obra que, en realidad, la mayoría sabía que no la había escrito entera quien la firmaba. O de haber oído que en ciertos jurados se habían vetado textos por motivos estrictamente personales. Y por los mismos motivos se habían premiado. Como en cualquier sector económico, el dinero genera intereses que trabajan solos.

Cuesta mucho no tener la sensación de que todo el asunto está especialmente pervertido

Ni el bien, ni la belleza, ni la verdad son el vector único que hace que los engranajes del sistema se muevan, y entiendo que sería injusto pedir que esto, solo para este mundo literario que nos hemos dado entre todos, fuera así. De todos modos, siendo un país "pequeño", siendo más fácil que en entornos reducidos se abonen ciertas pequeñas envidias —y, por lo tanto, más fácil ser tachado de envidioso—, y funcionando la crítica literaria como un pacto de silencio que nadie acaba de señalar del todo por miedo a parecer loco, cuesta mucho no tener la sensación de que todo el asunto está especialmente pervertido. Básicamente, porque cuesta demasiado señalar las "perversiones" más evidentes, incluso aquellas que podríamos considerar "necesarias" para no convertir el mundo literario en un voluntariado.

El único problema de fondo de este envilecimiento es que haciendo ver que no existe, tapándolo para que siga girando, formando parte del mismo para poder pillar cuatro migajas cuando toque, es imposible que el nivel de la literatura que premiamos no acabe resintiéndose. Y es imposible que no se convierta en un escenario muerto de aplausos programados y protocolos ideados para que la tramoya no se desmonte. Incluso los autores agradecen de vez en cuando un poco de honestidad para refrescarse las ideas. Los premios no tienen solo la función de repartir pasta; para el catalán medio que se compra un par de libros al año en función de lo que ha oído en la radio y ha visto en la televisión, los premios son la brújula de su hábito lector. Y sin una conversación ventilada diligentemente —incluso para admitirnos y aceptarnos abiertamente que el mundo de la literatura funciona tan interesadamente como cualquier otro—, resulta bastante difícil distinguir un libro consensuadamente bueno de un editor socarrón como un zorro. O el pienso malo de una buena estrategia de marketing. Ahora que ya existen suficientes programas y pódcast de libros, quizás habría que empezar a agitar la literatura por aquí.