Una vez más se ha oído a los bocazas de guardia proferir vituperios machistas y misóginos contra la ministra de Igualdad, Montero. Un energúmeno, en conversación con un creador de fakes, hizo la típica ocurrencia chusquera. Nada que no se haya oído a otros cofrades suyos, incluso en el hemiciclo del Congreso. Otra perla de culo de botella a ensartar en el collar del "¡Que se jodan!", bien glorioso por triste. Sin embargo, sería un error pensar que eso en nuestra casa no pasa. Sería un error pensar que en nuestra casa, bien mecidos como nos creemos, todos los agentes políticos, los institucionales y los que habitan en la política en sentido amplio, no tienen nada que envidiar en cuanto a dominio de la lengua a Pla o a Espinàs, pongo por caso.
No solo sufrimos algún personal manifiestamente mejorable en muchos aspectos formativos, intelectuales o lingüísticos, sino que el reduccionismo verbal parece ser el nuevo sistema de comunicación. La capacidad de vomitar exabruptos, insultos y descalificaciones, a diestro y siniestro, como único argumento en el debate político, también en nuestra casa, hace que el lenguaje de los mensajes de los jóvenes sea, por su riqueza, casi académico.
Desmontar o, cuando menos, manifestar contradicciones o agujeros en la argumentación de contrario, no es tarea fácil si la única fuente de —por así decirlo— argumentos son las entrañas. Nada de cerebro, las entrañas. Para contradecir razonablemente al otro —y eso sin pensar ni por un momento que quizás tiene (parte de) razón— hace falta escuchar, primero, y entender, después, sus argumentos, sin demasiados apriorismos. Hace falta un espíritu abierto, cosa que no significa renunciar a nuestras convicciones, acertadas por definición, solo faltaría. Open mind le dicen los modernos. Unos buenos prejuicios no son el mejor bagaje para la convivencia.
Una vez entendido el mensaje del contrario, no vale cerrar el debate antes de empezarlo. Eso se hace cuando de entrada se insulta, especialmente si el insulto es denigrante. Es más fácil liquidar una conversación sin entrar en el diálogo, ya a primeras de cambio; así no corramos el riesgo de perderla. De esta manera, no nacerá el diálogo y tendremos una sensación, insana por inútil, de victoria. Eso sí, más felices que unas perdices.
La chapucería reduccionista menudea, lamentablemente y cada vez más, al enclenque vocabulario político. Nyordo o nazi, pongo por caso, simplifican tanto como ensucian la vida. Es un todo a nada; por lo tanto, es nada. Nyordo, equivalente a españolista irredento, es, por estas regiones, aquel que no es un independentista como es debido, es decir, forma parte de los que quieren la independencia, pero no dicen cómo llegar a ella. Nazi es aquel, no necesariamente conservador, que no piensa como nosotros y le lanzamos ser un profesional de los campos de exterminación, cosa que no supera la flatulencia mental.
Pongo estos dos ejemplos de los múltiples que hay y que hacen el clima político bastante irrespirable y, por tanto, alejado de lo que es propio de la política: hacernos a todos nosotros la vida más fácil, no más difícil.
El reduccionismo lingüístico —consecuencia de fragilidad neuronal y de miseria empática— son unas gafas de sol dentro de un túnel. Como la realidad demuestra, son la antesala del éxito. Del éxito de los otros, claro está.