Estas elecciones han sido muy posiblemente las elecciones de los últimos diez años que los catalanes hemos acogido con menos ganas. Y quien dice "con menos ganas", dice con profunda desgana. Con la capacidad de depositar ninguna confianza en una política estropeada y una cifra de abstencionistas que se prevé menor, pero igualmente desorbitada, los partidos han hecho lo que buenamente —por decir algo— han podido para situar su programa en la agenda pública. Hace tiempo, sin embargo, que en Catalunya nada de lo que se dice en campaña importa mucho. Hemos asumido que no se cumplan las promesas electorales y que, además, la mentira sea un recurso de campaña más. Parece el argumento de quien, sin mucho interés por la política, se justifica diciendo que "todos son unos ladrones y unos mentirosos", pero basta con hacer capturas de pantalla de los titulares de este viernes, guardarlos y recuperarlos dentro de un mes, para constatar que nada de lo que se ha comprometido en estas últimas semanas, sobre todo en materia de pactos electorales, tiene ningún valor. La cultura política catalana erosiona su cultura democrática, por mucho que todo el mundo procure jugar la etiqueta de "demócrata" a su favor. Escrito eso, y puesto que servidora no ha publicado crónicas de campaña ni perfiles políticos en este medio —ni, de hecho, en ningún sitio—, empecemos.

Para el PSC, el partido que las encuestas pronostican ganador, esta ha sido la campaña del silencio. Con ERC y Junts peleándose por quién ha pactado mejor con el PSOE, al PSC le ha bastado hacer una campaña sin muchas estridencias para erigirse en el partido del orden. No existe nadie mejor para la Catalunya de la concordia que el hombre gris y autoritario que Salvador Illa no lucha por dejar de ser. Recogiendo a viejas glorias convergentes que, cuando todo iba de subida, se vieron obligadas a ser rupturistas por encima de sus posibilidades, Illa ha exprimido el fracaso de los últimos diez años de procés independentista para justificar que cualquier propuesta que se escape de la autonomía conduce a Catalunya al desastre. En nombre del realismo y del servicio, el PSC se sabe el sargento que aprieta los lados del boquete que el independentismo ha dejado entre Catalunya y el estado español. Illa no es un líder carismático y esta —después del periodo de aventuras del independentismo— es su gran virtud a ojos del españolista cansado de experimentos. En nombre de la paz y la hermandad, Illa no ha tenido que hacer mucho más que ser él mismo —y defender el Hard Rock— para que el elector entendiera que es el hombre del momento, eso es, el punto final del delirio independentista.

Illa ha exprimido el fracaso de los últimos diez años de procés independentista para justificar que cualquier propuesta que se escape de la autonomía conduce a Catalunya al desastre

Junts no ha salido de su zona de confort. Lo ha intentado con el fichaje de Anna Navarro —a quien han procurado esconder al descubrir que les restaba credibilidad porque los caricaturizaba— y parece que se han desdicho de ello. Estas han sido las enésimas elecciones en las que el partido ha tenido que sobreexplotar el liderazgo de Carles Puigdemont, el espejismo de su retorno y el capital sentimental del exilio, para reorganizar un espacio político que desde el 1 de octubre ha sido un desbarajuste. Como siempre, Junts ha jugado a los equilibrios retóricos para ser unilateralistas, pero sacar pecho de los pactos con el PSOE. Ser nacionalistas y saber que el modelo del Hard Rock empobrece el país, pero reencontrarse con un sector empresarial que se lo mira con buenos ojos. Ser los del plebiscito Puigdemont, pero hacer spots electorales explicando que esto no va del president Puigdemont. Ser independentistas, pero no explicar cómo harán la independencia, porque no hay que dar información al enemigo. Mientras que el PSC aprovecha el momento de repliegue para utilizar el orden como cebo, en Junts, que no pueden desprender a Puigdemont del sello del referéndum de 2017, miden la bolsa de votantes que comparten con los socialistas desde la ambigüedad, que es la forma generosa de denominar lo que es un juego de hipocresías.

Junts ha tenido que sobreexplotar el liderazgo de Puigdemont, el espejismo de su retorno y el capital sentimental del exilio, para reorganizar un espacio político que desde el 1 de octubre ha sido un desbarajuste

Mientras tanto, Pere Aragonès va asumiendo que la presidencia de la Generalitat ha sido un sueño bonito que está a punto de encontrar su final. El gobierno en solitario de ERC, lo que tenía que representar la Catalunya del 80% haciendo de coche escoba de antiguos convergentes y socialistas, y fichando a asesores próximos a Ciudadanos para proponer un acuerdo de claridad que hoy incluso da vergüenza recordar, ha sufrido un final de legislatura con muchos trompicones, por escribirlo sin hacer leña. Si quisiéramos hacer un recuento de los colectivos que han tenido que recurrir a la protesta para que este Govern escuchara sus demandas, quizás nos convendría empezar por la cola, es decir, contando los colectivos que no han tenido que hacerlo. EN ERC son conscientes de que su momento de éxito ha sido más corto de lo que preveían y no pueden esconder su desesperación. No lo escribo solo a raíz de la propuesta de última hora de crear una conselleria de la lengua catalana, sino porque en el último jueves de campaña, algunos altos cargos del Govern tuvieron que firmar un manifiesto reclamando el voto para, precisamente, aquel que los ha contratado. Tiene toda la pinta de que el president Aragonès no ha logrado suficientes apoyos para elaborar un manifiesto de personalidades dispuestas a expresarle su respaldo y ha tenido que recurrir a sus trabajadores. Si hubiera que escoger una fotografía explicativa del momento de partido, quizás sería esta. Bueno, esta y una de Oriol Junqueras profiriendo gritos en los mítines por toda Catalunya, intentando parar el golpe.

En ERC saben que su momento ha sido más corto de lo que preveían. Aragonès no ha logrado suficientes apoyos para un manifiesto de personalidades dispuestas a expresarle su respaldo y ha tenido que recurrir a sus trabajadores

A Alejandro Fernández le ha caído encima la maldición de ser el candidato que cae bien a los catalanes, pero que no es lo bastante radicalmente españolista como para arañar a la extrema derecha de Vox todos los votos que querría. Las últimas encuestas apuntan en este sentido. Tampoco araña lo bastante al PSC, que se ensancha con el momentum y un discurso nacional que, de hecho, firmaría el propio Fernández. El avance de la campaña ha ido simplificando mensajes, y el cabeza de lista del PP —que ha resistido los embates internos de su partido para relegarlo—, todavía despierta admiración debate tras debate por la entereza de su discurso. Es un político que se toma seriamente su trabajo, y por eso mismo todo el mundo le alaba con el "si no fuera del PP" como escudo. Pero es del PP, y serlo lo hace demasiado blando y liberal para el votante de extrema derecha españolista, y el enemigo para el votante socialista que, o bien todavía se mueve según las manecillas del bipartidismo, o bien todavía cree que vota al partido de Pasqual Maragall. Es un soldado noble, pero la nobleza, cuando todo es juego sucio, solo sirve para ser el primero en morir. Dolors Montserrat también lo sabe.

A Alejandro Fernández le ha caído encima la maldición de ser el candidato que cae bien a los catalanes, pero que no es lo bastante radicalmente españolista para arañar a Vox y al PSC todos los votos que querría

Para sorpresa de nadie, resulta que la extrema derecha catalana de Aliança Catalana y la extrema derecha española de Vox se disputan los votos entre sí. Aunque de entrada pueda parecer que el elemento decisorio para depositar el voto a favor de unos y de otros sea el eje nacional, el hecho es que ambos partidos representan la división ideológica dentro de la extrema derecha europea actual de un modo tan preciso que habría que estudiarlo en las clases de teoría política. Vox todavía representa para muchos —a pesar de la propia división interna— una extrema derecha más tradicionalista, con el aborto, el feminismo o las reivindicaciones del colectivo LGTBIQ+ como líneas rojas, que rasca en la retórica beligerante de la reconquista y en la descendencia de los extractos franquistas para estructurarse. Vox tiene una continuidad histórica dentro del estado español, mientras que Aliança Catalana se ha servido del acento de una señora de Ripoll para pintar de catalanidad lo que en realidad es un calco europeo de la extrema derecha actual, la de Giorgia Meloni, para que nos entendamos. Además, se aprovechan de las reivindicaciones del colectivo LGTBIQ+ —colgaron la bandera del orgullo en el Ayuntamiento de Ripoll— o del feminismo, para apuntar contra la comunidad islámica, que —en este caso— es el mismo chivo expiatorio que utiliza Vox. El partido español y el catalán comparten prácticamente el 70% de su programa electoral, y aunque Aliança Catalana busca reagrupar a parte del votante decepcionado con la clase política independentista, este puntal ideológico ha perdido fuerza como elemento identificativo del partido.

Vox y Aliança Catalana comparten el 70% de su programa, y aunque Aliança busca reagrupar a votantes decepcionados con la clase política independentista, este puntal ideológico ha perdido fuerza

No os preocupéis, que ya casi estoy, igual que los comunes. Las encuestas no pintan bien para Jéssica Albiach. El votante de adscripción nacional española de izquierdas ha asumido que, si los comunes tienen que ser la muleta eterna del PSC y del PSOE, por el mismo precio, más vale votar al PSC y al PSOE. En realidad, con la superación de Podemos y el advenimiento de Sumar, el PSOE es prácticamente indistinguible de los que un día llenaron las plazas para denunciar las dinámicas putrefactas del régimen del 78. Aquí la CUP, que se ha visto inmersa en el Procés de Garbí para reubicarse, se ha podido aprovechar de ello. La decisión de que la cabeza de lista por Barcelona fuera Laia Estrada puso en pausa la disputa entre la CUP de Barcelona y alrededores y la CUP del resto del país. Es decir, entre la CUP más españolizada y la más centrada nacionalmente. Entre Laure Vega y Lluc Salellas, para que nos entendamos. Los cupaires viven anclados en la eterna postura de comodidad de no tener suficiente incidencia para decidir qué pasa con la independencia y, al mismo tiempo, poder culpar a los dos grandes partidos independentistas del retroceso nacional. Mientras tanto, Basha Changuerra compra todos y cada uno de los marcos españolistas siempre que puede.

El votante de adscripción nacional española de izquierdas ha asumido que, si los comunes tienen que ser la muleta eterna del PSC y del PSOE, por el mismo precio, más vale votar al PSC y al PSOE

Entre la abstención y Alhora hay un paso corto que, desgraciadamente, me parece que viene determinado por las simpatías personales que el elector pueda tener con Jordi Graupera y Clara Ponsatí. Digo desgraciadamente porque me parece que Alhora ha hecho un esfuerzo nada despreciable por conseguir que irrumpieran en la agenda política cuestiones que la partitocracia independentista se niega a tratar, como la eficacia de la inmersión lingüística. Es posible que Alhora obtenga votos de la abstención, pero precisamente porque la abstención no se puede patrimonializar —por mucho que algunos lo intenten—, resulta difícil decir si dentro del abstencionismo existen suficientes votantes potenciales, o si seducirán a bastantes como para entrar en el Parlament. Todo parece indicar que no y que, al mismo tiempo, eso no detendrá a Graupera y a Ponsatí a la hora de construir una alternativa a los partidos del procés.

Los cupaires viven anclados en la comodidad de no tener suficiente incidencia para decidir qué pasa con la independencia y, al mismo tiempo, poder culpar a los dos grandes partidos independentistas del retroceso

Las últimas elecciones en las que servidora fue a votar fueron las del Parlament de 2021, y ya entonces escogí una opción que sabía que sería extraparlamentaria. El desencanto con el retroceso independentista y con una cultura política que se sirve de la desvinculación con la ciudadanía es casi paralizante. Precisamente por eso, y como los lectores habrán podido comprobar en este análisis, no me he desvinculado de la vida política del país. Porque no podría. En resumen, me lo miro con un punto de repulsión, precisamente porque me importa. Me lo miro, sin embargo. He intentado vehicular tanta desgana haciendo que mi voto sea más caro de conseguir, para no sentirme partícipe de una partitocracia que poco a poco se ha doblegado a los intereses españoles y ha perdido completamente de vista cuáles son las urgencias nacionales. Yo también estoy cansada de ver mítines y spots y de leer artículos que parecen argumentarios de partido, y pensar, como dijo aquella, que "Catalunya no se lo merece, esto". La cultura política catalana ha hecho que querer formar parte de la vida política del país suponga para mucha gente un esfuerzo que ataca la autoestima y el respeto hacia uno mismo. Desvincularse psicológicamente o lograr que nos deje de interesar, sin embargo, es matar de un golpe las posibilidades de que pueda existir algo mejor. Incluso una parte de los abstencionistas lo son militantemente, si es que esto puede existir. Que no sea por no haber pensado lo suficiente.