Una parte nada negligible de la grande masa independentista que se formó antes del 2017 provenía de las escurriduras del federalismo (mejor dicho, del fracaso de este proyecto para estructurar el Estado, del cual nos reíamos escarneciendo su imposible pretensión de crear una estructura de poder "asimétrica"). Pasqual Maragall fue el último político catalán-españolista que creyó seriamente en la vía del federalismo; la aprobación del Estatut de 2006, ahora ya lo podemos decir, fue un abracadabra encubierto para modificar la Constitución, acelerando esta asimetría con el consentimiento de la izquierda española. Aunque la derecha cavernaria reaccionó furibundamente en contra, la mayoría de autonomías del PP (empezando por las de los Països Catalans) acabaron adoptando la mayoría de fórmulas del Estatut sin que el Tribunal Constitucional enmendara ni una puñetera coma.

A su vez, este "federalismo sotto voce" catapultó la creación de nuevos regionalismos de cariz nacionalista que, hasta el momento, no habían existido; el caso de Valencia es especialmente memorable, pero el ejemplo más delirante de todo ha acabado siendo la Comunidad de Madrid, un órgano político de creación puramente funcionarial-administrativa que se ha convertido en una nación artificial gracias a la habilidad de Isabel Díaz Ayuso (una especie de Jordi Pujol con pechera). El federalismo español posterior al procés, en definitiva, se ha convertido en una especie de regionalismo de barones políticos que basan su pervivencia en el poder en fingir que actúan como contrapeso del Estado central; el sueño de Maragall (que empezó con la famosa expresión de "Madrid se va") ha acabado de una forma tan literalmente irónica que ni un experto en la cabriola como él lo habría imaginado jamás.

Todo esto que explico viene a cuento por los últimos movimientos tectónicos de la política española. Ante el canguelo de los barones feudales por reacción a la propuesta de financiación singular para Catalunya —el equivalente al miedo derivado del Estatut con Zapatero- Pedro Sánchez ya se ha apresurado a recordar que esta es una prerrogativa de la cual disfrutan la mayoría de comunidades autónomas del régimen común (la hiperactiva vicepresidenta Montero lleva|trae unos días de maratón prácticamente extasiando por el territorio español recordando a todo Dios que, lejos de sacarlos amasa, eso de la financiación singular catalana los puede acabar engordando|engrasando la nómina). El cachondeo de todo es que, con su conocida habilidad táctica, Sánchez ha dicho que la puerta de la Moncloa está|es abierta a todos los presidentes que quieran renegociar la financiación, un gesto que Alberto Núñez Feijóo ha sellado de golpe.

España quizás llegará al federalismo, impuesto como una especie de café para todo el mundo con posibilidades de aspirar al azúcar, pero todo eso se hará, evidentemente, al precio de regionalizar nuestra nación y convertirla en un païset más bien folclórico

Escribo que el movimiento tiene su gracia porque el veto del PP al hecho de que sus presidentes de comunidad hablen con Sánchez lo ha hecho Isabel Díaz Ayuso, no el aparente líder de la derecha española. De hecho, si todavía fuera presidente de comunidad autónoma (y todavía más en el caso de una nación como Galicia), Feijóo iría a Madrid con más alegría que si le hubiera tocado la Lotería. Pero Ayuso tiene que mantener su guarida de nacionalismo regional al precio que sea, por mucho que esta actitud acabe beneficiando a Sánchez. De hecho, el presidente español lo tiene muy bien para seguir haciendo oposición a Feijóo; podrá decir que él ha alargado la mano a los barones populares para mejorarles la cuota y que ha sido su propio fuego amigo el que ha censurado el movimiento. De hecho, Sánchez puede esperar tranquilamente a ver si el bloqueo de Feijóo se aguanta, porque, tarde o temprano, todo el mundo querrá tener una parte mayor del pastel monetario.

De una forma más sibilina que Zapatero, Sánchez pretende minar la oposición del PP a la financiación mediante una revuelta interna de las baronías feudales derechistas. Querría pasar, en definitiva, del nuevo regionalismo que nació del Estatut catalán a un federalismo que actuara por envidias internas (aquello del famoso "no vamos a ser menos", que dice siempre Enric Juliana). A diferencia de ZP, que acabó engullido por la crisis económica y la rebelión de la derecha en oposición al auge del independentismo, Sánchez piensa que podrá flotar más años, básicamente porque ha domado las ansias catalanas con la amnistía, para la cual ha contado con el plácet del Consejo Europeo. Aparte de eso, como si fuera James Bond, al presidente español le ponen todas: después de una negociación política de alto nivel que sabremos algún día, le acaba de caer del cielo un opositor venezolano altamente reivindicado por la derecha.

España quizás llegará al federalismo, impuesto como una especie de café para todo el mundo con posibilidades de aspirar al azúcar (aquello que un convergente ilustre, en una entrevista reciente para mojar pan, ha denominado "un concierto para todo el mundo"); pero todo eso se hará, evidentemente, al precio de regionalizar nuestra nación y convertirla en un paisíto más bien folclórico. Mientras el independentismo no renazca con unos liderazgos por ahora inexistentes, no nos podremos oponer a esta nueva máquina de trinchar la liberación de la tribu.