En muchos países de nuestro entorno, y en nuestra casa también, el fútbol es como una especie de religión. Salvando las distancias, fútbol y religión comparten su carácter emocional, el sentimiento de comunidad y el fervor que generan entre sus seguidores. En el fútbol uno se identifica con símbolos (un escudo, unos colores, una bandera), igual que pasa en la religión, y se llegan a “adorar” ídolos por sus habilidades con la pelota.
En una pasión tan destacable como la de este deporte, rellena con el añadido de la identificación personal con un equipo preferido, no es de extrañar que las emociones pasen fácilmente por encima de la razón, dando lugar a comportamientos poco leales, impropios de la competición deportiva en su sentido más estricto. No me refiero a faltas antideportivas contra el rival, ni a los insultos, que hay de todo, sino a un hecho mucho más habitual y más sibilino como son las pérdidas de tiempo que favorecen a quien las practica y que perjudican al rival.
Cualquier aficionado al fútbol se da cuenta de que determinados equipos hacen espectáculos propios del teatro cuando simulan agresiones que no se han producido, lesiones que la cámara de televisión demuestra que son de ficción, servicios de banda que se ejecutan al cabo de medio minuto, estirones teatrales de los porteros en el suelo, volteretas de jugadores en choques inocentes, tiempo en construir la barrera de una falta, retrasos al sacar un córner y un montón de otros tejemanejes y trapicheos orientados a un único objetivo: perder tiempo. Eso se da, sobre todo pero no exclusivamente, cuando equipos de segunda línea ganan o empatan de manera poco previsible con rivales de más nivel. Cualquier resultado de empate o de victoria inesperada resulta ser un acelerador de interrupciones y de pérdidas de tiempo a fin de que el rival tenga menos oportunidades de marcar.
Esta práctica se puede medir y se mide a la milésima de minuto y tiene su expresión en el tiempo efectivo de juego, es decir, el tiempo en que la pelota está en juego entre los rivales. Cuando la pelota no está en juego estamos ante un tiempo que cuenta pero sin competición, por lo tanto, es un tiempo muerto. En Europa se dan diferentes casuísticas de tiempo no jugado: en la Premier (Inglaterra) y en la Ligue 1 (Francia) el tiempo efectivo de juego se sitúa en conjunto por encima de los 58 minutos de los 90 que dura un partido. En la Liga española es de 54 minutos. De hecho, entre las ligas europeas que podemos llamar grandes, en España es donde los partidos duran más tiempo y donde el tiempo efectivo de juego es más bajo.
Medir el tiempo efectivo de juego liquidaría el oportunismo de los jugadores y también, si es que en algunos casos puede existir, favoritismos o animosidades de los árbitros con respecto a los clubs
Como las pérdidas de tiempo en el fútbol pueden constituir una especie de estafa de competición, están reguladas por la normativa de este deporte. Retrasos en los saques de puerta, en los saques de banda, en la ejecución de faltas, sustituciones de jugadores a cámara lenta, celebraciones de goles, simulación de faltas, etcétera, están previstas en la reglamentación y es cosa del árbitro corregir los abusos que se hacen de estos. Las interrupciones están reglamentariamente contempladas y se corrigen de dos maneras, con tiempo añadido de juego y con tarjetas amarillas a los jugadores que pierden tiempo. Todo se hace sobre la base del exceso de tiempo con respecto a lo que resulta razonable. Como se dan situaciones en las que es muy difícil valorar si se está más tiempo de lo que es razonable, son las percepciones del árbitro las que lo interpretan. Y en este punto también se pueden dar diferentes varas de medir, dado que los árbitros no dejan de ser humanos y pueden tener sus interpretaciones de un concepto en cierta manera elástico.
Me ha hecho pensar en esta faceta tan mal resuelta del fútbol el hecho de que hay equipos que son auténticos “profesionales” de las pérdidas de tiempo, con el resultado de tiempos efectivos de juego que se tendrían que considerar ridículos. Eso más allá del factor distorsionador que representa la interrupción constante de las dinámicas del juego. De hecho, en la mayoría de los partidos con grandes pérdidas de tiempo estamos ante conductas oportunistas por parte de los jugadores, solo ellos saben si una falta ha provocado una lesión real o, sencillamente, hacen comedia. Detrás de esto acostumbra a haber una estrategia deliberada por parte de los técnicos.
Una solución simple a los abusos de pérdidas de tiempo sería mejorar la definición del concepto “tiempos razonables” (para sacar faltas, de portería, etcétera), mejorar la ecuanimidad de los jueces y endurecer el sistema de sanciones.
Pero habría una solución mucho más fácil, que ya se aplica en otros deportes y que no requiere más medios técnicos que un cronómetro: medir el tiempo efectivo de juego, el tiempo en que la pelota está en movimiento y es objeto de competición entre los rivales. Se aplica en el baloncesto, en el balonmano y, sin ir más lejos, en una variante del fútbol como es el fútbol sala. Fácil de aplicar, no ofrece dudas en cuestión de tiempo de competición, ecuánime, liquidaría el oportunismo de los jugadores y también, si es que en algunos casos puede existir, favoritismos o animosidades de los árbitros con respecto a los clubs.
Ah, se tendría que establecer cuál es este tiempo. Los partidos, por ejemplo, podrían durar 60 minutos, en dos partes de 30 minutos cada una, de tiempo efectivo, claro está.