Vamos a ver, no querría parecer una persona despreciable, caradura y digna de acabar en el peor de los infiernos, ¿pero no os pasa que a veces (por no decir siempre) os cogen ataques de risa en situaciones en las que no están bien vistos? A modo de ejemplo, para que me entendáis un poco más: la típica escena en una clase de instituto en la que la profesora te dice que dejes de reírte y cuanto más te lo dice, más esperpéntico te parece todo (incluso tienes la impresión de que se le deforma la cara) y más ganas tienes de reírte. Escena, cabe decir, que suele acabar con una expulsión y un discurso moralista. Lo más triste (y cómico) del asunto es que los ataques de risa más intensos que se han registrado hasta ahora en nuestro planeta no han sido provocados —como se esperaría— por un chiste elaborado por un gran erudito de la comedia, sino por una tontería, una tontería que en cualquier otro momento de nuestra vida nos habría parecido ordinaria y nos habría entrado por una oreja y nos habría salido por la otra, pero que ese día —no sabemos si a causa de un desajuste hormonal o neuronal— nos parece la cosa más graciosa del mundo. Ya sabéis de qué os hablo: un moco en la nariz de alguien, un peinado extravagante, una expresión facial incoherente, una promesa política antes de las elecciones, una forma extraña de andar, un cabello fuera de lugar, un pedacito de brócoli entre los dientes del jefe de la empresa mientras te dice que no haces nada bien... Y a partir de aquí, ya estamos perdidos, una vez encendida la llama de la carcajada homérica, ya no hay vuelta atrás posible. Lo único que podemos hacer es dejar que borbotee y esperar que nuestra boca se canse de estar abierta y se nos seque el lagrimal.

Si todos nos riéramos un poco más y nos tomáramos la vida un poco menos en serio, seríamos menos gilipollas

No os quiero asustar, pero tengo una amiga que lleva dos años riéndose. Ha perdido quince kilos y le ha cambiado la cara: allí donde tenía la nariz ahora tiene las orejas. Lleva un mes encerrada en una habitación sin ventanas para que ningún estímulo externo agrave la situación. Esperemos que se le ocurra alguna idea triste y pueda poner fin a esta pesadilla. El caso de esta amiga es curioso. Todo empezó un bonito día de primavera del año 2022 durante la ceremonia del entierro de un conocido. Había un silencio sepulcral (como no podía ser de otra manera) y, de repente, de un culo que nunca hemos podido identificar emergió sin complejos una ventosidad que irrumpió estrepitosamente en la iglesia en el momento en que el féretro era colocado con delicadeza frente al altar. Las mejillas de mi amiga se hincharon como dos sandías. Intentó contenerse pensando en la situación política actual y en su ex, pero nada pudo frenar aquel tsunami tragicómico. "Son cosas que pasan", le dije cuando logramos apartarnos del chaparrón de reproches. Pero algo no iba bien, mi amiga seguía riéndose y palmeando para compensar el dolor de las mejillas. Y de eso hace ya dos años. Han venido médicos especialistas en personas impertinentes de todo el mundo y ninguno de ellos ha conseguido cerrarle la boca. ¿A quién se le ocurre tirarse un pedo en pleno entierro? Deberían prohibirlo.

Otra situación en la que es muy habitual reírse (por no llorar) es cuando hablamos en público. Es sabido que a la mayoría de la gente le da miedo hablar en público (me incluyo) y que la única alternativa que tenemos para desviar la atención del público y que no note que estamos temblando como una hoja y tartamudeando como si estuviéramos a cincuenta grados bajo cero es dar una voltereta y tres saltitos. Desgraciadamente, no todos tenemos las aptitudes físicas para hacer acrobacias; así pues, lo único que podemos hacer es desternillarnos de risa como si no hubiera un mañana. Lo mismo puede ocurrirnos en una reunión de la empresa donde trabajamos en la que el jefe nos recrimina que no hemos hecho suficientemente bien el trabajo que debería haber hecho él. No es muy adecuado hacer una voltereta delante de él (aunque no la descartaría); en este caso es mucho mejor mandarlo a escardar cebollinos y reírse una vez que hayamos cerrado la puerta del despacho y hayamos asimilado que no vamos a cobrar del paro porque hemos dejado el trabajo nosotros.

Y yo me pregunto, ¿por qué no nos podemos reír en cualquier situación? ¿Por qué no podemos expresar lo que sentimos de la manera que nos apetezca? Nunca se os ha ocurrido que quizás hay gente que se libera más riendo que llorando. En esta sociedad está bien visto pisar a los demás para escalar hasta la cima más alta de una empresa, pero reír, en cambio, está visto como una actitud infantil, propia de una persona inmadura e irresponsable. Me parece que, si todos nos riéramos un poco más y nos tomáramos la vida un poco menos en serio, seríamos menos gilipollas. Pero es solo mi humilde opinión, no la extrapoléis a vuestra forma de pensar porque acabaríamos todos dislocándonos algún que otro hueso de tanto reírnos.