Un caso muy vivo de infraestructuras básicas en Catalunya está poniendo a prueba las relaciones internas de poder en las organizaciones y da respuesta a la pregunta más elemental, pero también más crítica, para entender cómo funcionan. La pregunta es quién manda ahí, o aún mejor, ¿quién es el que manda más en esta empresa u organización?

La infraestructura a la que me refiero en este artículo es la ferroviaria, que tiene dos protagonistas destacados, Adif y Renfe. La primera, responsable de la infraestructura propiamente, y la segunda, la operadora de servicios ferroviarios. El desbarajuste operativo que se vive en estos días y el anuncio de varios días de huelga con motivo de la anunciada descentralización de Rodalies, pactada entre ERC y PSOE, representa el enésimo ejemplo de poder interno por parte de los sindicatos afectados y de su capacidad de boicotear cambios que les incomodan. El ejercicio de legítimos derechos laborales tiene, en este caso, la particularidad de que afecta a servicios públicos. Por este motivo, la administración tiene que intervenir para asegurar unos servicios mínimos, aunque, como se ha demostrado tantas veces, los huelguistas acostumbran a incumplirlos, gracias a la existencia de numerosos márgenes de maniobra para hacerlo.

En concreto, el conflicto en curso tiene como diana impedir el traspaso de Rodalies a una empresa mixta con mayoría de la Generalitat. Tiene cierta semejanza con otro pacto político, el de la pretendida cesión de la gestión de impuestos a Catalunya, que choca frontalmente con la resistencia del colectivo de la administración tributaria estatal. Con estos casos, se hace evidente que la cadena de transmisión de órdenes entre la política (acuerdos entre partidos) y los servidores públicos chirría. Algunos de los motivos que se esgrimen son técnicos, pero otros no lo son, son otra cosa.

Volviendo al tren, las huelgas prácticamente continuas y a veces chantajes encubiertos que se producen de forma vergonzosa, no son solo una muestra de menosprecio hacia los usuarios, que son tratados como una especie de mercancía de intercambio, como elemento de negociación; también es un menosprecio hacia todos los contribuyentes, que pagan una parte importante de las inversiones y de los déficits que genera el servicio ferroviario; finalmente, la resistencia pretendidamente laboral también pone de relieve quién tiene el poder teórico y quién tiene el poder real dentro de las organizaciones de infraestructura y gestión ferroviaria.

El desbarajuste operativo de estos días y el anuncio de huelga con motivo de la descentralización de Rodalies, representa el enésimo ejemplo de poder interno por parte de los sindicatos afectados y de su capacidad de boicotear cambios que les incomodan

La voluntad política de ceder Rodalies choca con el poder del alto funcionariado y con la estructura férrea de sus trabajadores, que ven a los políticos como pardillos e inexpertos (hoy son alcaldes, mañana ministros de lo que sea, hoy concejales, mañana presidentes de instituciones públicas, en cualquier caso son gente de paso). Ellos, en cambio, han pasado oposiciones u otros tipos de pruebas (no todos, que la sucesión familiar también existe en Renfe) y son los que aseguran la continuidad de los servicios. Pueden ofrecer resistencia a los cambios porque, a diferencia de lo que sucede en el sector privado, tienen los puestos de trabajo asegurados, son intocables. Si a ello se le añade que saben perfectamente que los políticos de turno son refractarios a los conflictos, es fácil deducir quién tiene el poder.

En el traspaso de Rodalies, varios indicadores dan a entender que la resistencia no se ejerce pensando en los derechos laborales adquiridos, que eso está más que garantizado, sino que es una resistencia política. Situados en este punto, la convocatoria de huelga para este marzo y abril es una extralimitación laboral impropia.

Desconozco si se realizará el traspaso y si, en caso de consumarse, Rodalies funcionaría mejor o peor que ahora. No sabemos si el traspaso haría inclinar la balanza de poder hacia el lado que correspondería. Tiene un componente de especulación. Pero dar peor servicio del que se da parece difícil. De momento, en el sitio donde estamos y con la experiencia acumulada, la Generalitat, con las competencias que tiene, no ha resuelto ninguno de los graves problemas ferroviarios en Catalunya. Y, en cambio, es titular de Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya, que operan y funcionan como debe.

Reconociendo que el problema no es fácil de resolver por la complejidad de la gobernanza del sistema ferroviario, lo que resulta más intrigante es por qué la Generalitat, siendo como es la titular del servicio, no ha cambiado de operador. El historial de Renfe ya daba pena, ahora solo le faltaba la guinda de que se juegue en política. Se agradecería que en un servicio público como el que nos ocupa se pusiera encima de la mesa la situación de poder dentro de Adif y Renfe, los costes de desmontarla y, eventualmente, los beneficios que obtendríamos usuarios y contribuyentes de tener unos servicios ferroviarios que funcionaran de acuerdo con los criterios de explotación y de gestión de las empresas normales.

No tengo ninguna duda de que, corrigiendo la relación interna de poder y situando a cada uno en su sitio, el servicio ferroviario mejoraría. Si, además, se invirtiera lo necesario en la red y el operador fuera bueno, la mejora se multiplicaría por dos, por tres o por cuatro.