Han pasado ya más de siete años desde los acontecimientos del 1 de octubre de 2017, una jornada que marcó un punto de no retorno en la relación entre el Estado español y una parte muy significativa de la ciudadanía catalana. Lejos de haber sido —como pretenden algunos— un conflicto pasajero, superado con el tiempo y la voluntad política, lo cierto es que la represión contra el independentismo catalán se ha mostrado como algo que se ha prolongado en el tiempo, transformándose, mutando y adaptándose a los distintos contextos políticos, con una constante: la voluntad de castigar, disciplinar y disuadir a quienes han osado defender, por vías democráticas y pacíficas, el derecho a la autodeterminación de Catalunya.
La represión comenzó antes del referéndum del 1 de octubre, pero se mostró con toda su crudeza durante el Gobierno de Mariano Rajoy. Aquella etapa dejó imágenes imborrables: urnas requisadas, colegios cerrados, votantes golpeados y un sistema judicial movilizado con una rapidez y contundencia inauditas para perseguir a líderes políticos, cargos públicos, activistas y ciudadanos anónimos. En 2017 se abrieron 134 procedimientos penales relacionados con el independentismo, la gran mayoría por desórdenes públicos, resistencia y atentado a la autoridad, fruto directo de la brutalidad policial del 1 de octubre. Fue también el año de los grandes procedimientos políticos: el juicio en el Tribunal Supremo, las causas en la Audiencia Nacional y el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. El Estado desplegó toda su artillería jurídica y mediática para convertir una movilización democrática en una cuestión de orden público, incluso de seguridad nacional.
Sin embargo, lo más preocupante es que ese impulso represivo no se detuvo con la salida del Partido Popular del Gobierno. El cambio de ciclo político, con la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa en 2018, no implicó una ruptura con la estrategia de judicialización del conflicto. Muy al contrario, durante los gobiernos del PSOE se han abierto más de 220 procedimientos penales relacionados con el independentismo, frente a los 134 que se gestaron durante 2017, en el final del mandato del PP. La diferencia, no solo numérica, reside en la forma: si la represión bajo el Gobierno de Rajoy fue masiva y visible, con detenciones, prisiones preventivas y procesos mediáticos, la etapa socialista se ha caracterizado por una represión más selectiva, más sutil y, en muchos casos, más grave.
Si la represión bajo el Gobierno de Rajoy fue masiva y visible, con detenciones, prisiones preventivas y procesos mediáticos, la etapa socialista se ha caracterizado por una represión más selectiva, más sutil y, en muchos casos, más grave
Y es aquí donde debemos exigir una mayor responsabilidad política al PSOE. No se trata únicamente de contabilizar cuántas causas se abrieron durante uno u otro gobierno, sino de analizar el tipo de persecución ejercida. En la etapa de Sánchez, la represión no solo no disminuyó, sino que aumentó y se volvió más perversa. No hubo cargas policiales masivas ni titulares estridentes, pero sí una maquinaria represiva que afinó su puntería. En lugar de perseguir a centenares de personas por manifestarse, se activaron causas muy concretas, altamente politizadas, con acusaciones desproporcionadas, como la de terrorismo en la causa de Tsunami Democràtic, que afecta a los exiliados y a otras figuras clave del movimiento, o la demencial de la supuesta “trama rusa”, cuya existencia hoy niega el propio Gobierno socialista.
La selectividad en la represión socialista ha implicado una forma de sofisticación del castigo. No solo se criminalizó a los líderes políticos, sino también a quienes intentaron mantener viva la movilización popular o estructurar respuestas cívicas y democráticas desde la base, incluso a quienes les hemos defendido. Se abrió la puerta a nuevas formas de represión que no solo pasaban por la vía penal, sino también por mecanismos administrativos, laborales, fiscales y mediáticos. Así, se construyó un entorno de presión y desgaste sostenido en el tiempo, en el que el castigo no siempre se expresa en años de prisión, sino en años de parálisis, miedo e incertidumbre… se ha intentado la muerte civil de muchos.
Entre 2018 y 2023, los procedimientos se han sucedido sin pausa: 43 en 2018, 70 en 2019, 40 en 2020, 36 en 2021, 16 en 2022 y 15 en 2023. Y no hablamos únicamente de casos menores o locales: se han abierto nuevas causas en la Audiencia Nacional, en el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya e incluso en el Tribunal Supremo. La mencionada causa sobre Tsunami Democràtic, con derivaciones internacionales, es uno de los mayores escándalos judiciales de la última década. Intentar vincular con terrorismo la organización de protestas, sin una sola víctima ni uso de armas, refleja hasta qué punto la lógica de la excepción se ha institucionalizado en España con el beneplácito —cuando no la iniciativa— del gobierno más progresista de la historia.
Otro ejemplo clamoroso es el del tratamiento que ha recibido la DPA 111/2016 —un auténtico sudoku procesal, más conocida como el “cajón de sastre” del exministro Fernández Díaz y el excomisario Villarejo—, del que luego, ya en la etapa socialista, se ha hecho un uso más grave en contra del independentismo. A pesar de la amplitud de esta macrocausa, sus múltiples piezas separadas y la evidente motivación política de muchas de ellas, ninguna ha sido considerada amnistiable por la Fiscalía, ni tampoco se ha estimado que el juez Aguirre haya cometido ningún tipo de desmán. Se ha excluido del proceso de amnistía una de las operaciones más flagrantes de las cloacas del Estado, aquella en la que se diseñaron campañas de persecución, espionaje y fabricación de pruebas contra líderes independentistas, con la participación de miembros del Gobierno y de las fuerzas de seguridad. Y esa exclusión ha ocurrido bajo el Gobierno de Pedro Sánchez.
La convivencia real exige justicia, y la justicia requiere asumir responsabilidades. Insisto en que, durante los años de Pedro Sánchez, la represión no solo no desapareció: se sofisticó, se institucionalizó y se dirigió con precisión contra objetivos selectos
La represión, en suma, no se detuvo. Se volvió más opaca, más estratégica y difícil de desmontar. No hubo escándalo, porque todo parece “legal”. Pero la legalidad se ha retorcido al servicio de una voluntad de control político. Quien defiende el derecho a decidir, quien promueve la autodeterminación, quien denuncia la represión o quien les defiende fue y sigue siendo objeto de vigilancia, persecución o marginación. Y no se trata solo de grandes nombres: centenares de personas arrastran aún causas abiertas, antecedentes penales o procedimientos administrativos que les impiden rehacer sus vidas.
En este contexto, la Ley de Amnistía no puede ser leída como un regalo del Gobierno, ni como una concesión del PSOE a sus socios parlamentarios. Es una exigencia democrática y jurídica. Pero si se aplica con criterios restrictivos, dejando fuera a muchos de los represaliados o manteniendo vivas causas artificialmente prolongadas, entonces no será una verdadera amnistía, sino una nueva forma de control. Y será, también, un nuevo acto de irresponsabilidad política.
El PSOE debe asumir su responsabilidad. No basta con proclamar voluntad de diálogo mientras se sostiene una Fiscalía que sigue impulsando causas contra el independentismo o su entorno. No basta con apelar a la convivencia mientras se insta a que los tribunales mantengan abiertas investigaciones arbitrarias. La convivencia real exige justicia, y la justicia requiere asumir responsabilidades. Insisto en que, durante los años de Pedro Sánchez, la represión no solo no desapareció: se sofisticó, se institucionalizó y se dirigió con precisión contra objetivos selectos, a los que se nos ha tratado de aniquilar profesional, social y humanamente. Ese hecho no puede quedar oculto bajo el manto del pragmatismo político.
Catalunya necesita pasar página, sí. Pero, para hacerlo, es imprescindible que todas las páginas del libro de la represión sean leídas, comprendidas y cerradas. No con el olvido, sino con la verdad. No con el miedo, sino con la libertad. Y eso implica un compromiso firme y valiente, no solo de las instituciones catalanas, sino también del Estado español. Un compromiso que, por ahora, sigue sin cumplirse. Y mientras el PSOE no asuma su responsabilidad en esta deriva, será cómplice —y no solución— del problema.