El president Aragonès se esfuerza para contenerse, pero queriendo tratar a Puigdemont como un igual, ataca el valor simbólico que el exiliado todavía posee para muchos independentistas. Los celos se exponen con alevosía. Aragonès está al final del camino de una historia de rifirrafes entre ERC y los convergentes que viene de lejos, pero que siempre sigue los mismos patrones. Desde 1980, los republicanos han apoyado la investidura de Jordi Pujol (dos veces) de Artur Mas, de Carles Puigdemont, de Jordi Turull y de Quim Torra. Cuando no les ha tocado ser la muleta de los convergentes, les ha tocado hacer pinza con las izquierdas españolas para tomar la relevancia institucional que nunca han tenido la fuerza electoral de coger solos. A la sombra de los convergentes o a la luz de su incapacidad para ganar la hegemonía que los convergentes un día tuvieron, los republicanos cuecen su resentimiento.
Los convergentes abusan de la contradicción que duerme en el corazón de muchos catalanes: las ganas de dominar a quien te domina, eso es, de tener un papel determinante en el hilo político español, y las ganas de liberarse de él
Los últimos cuarenta años, el péndulo político ha balanceado Convergència de un lugar a otro. Como quien tiene un termómetro político del país, los convergentes —con todos los nombres que hagan falta— se han acomodado allí donde les ha parecido más fácil levantar votos. Lo han hecho abusando de la contradicción que duerme en el corazón de muchos catalanes, y que es un fruto clásico de la represión: las ganas de dominar a quien te domina, eso es, de tener un papel determinante en el hilo político español, y las ganas de liberarse de él. Convergència siempre ha procurado vender las gestas en los dos campos como victorias, pero ganar en el primero es siempre, a corto o a largo plazo, perder en el segundo. A pesar del cinismo que supone construir una estrategia política desde aquí, y las filigranas retóricas que hacen falta para convencer al público de aquello que es más conveniente en cada caso, los convergentes siempre acaban saliendo adelante. No los define del todo ni el pactismo y la gestión, ni el sentimentalismo, sino la habilidad para sacar tanto rendimiento de cada uno como sea posible en función de aquello que las circunstancias pidan.
Los republicanos se han esforzado en imponer un marco que convierta a los convergentes en unos descerebrados: la mesa de diálogo, el acuerdo de claridad, la Catalunya del 80%, el gobierno del mientras tanto, el disfraz de buenos gestores
Con la llegada de Oriol Junqueras a lo alto del partido, los republicanos han centrado sus esfuerzos en anticipar los movimientos de los convergentes. Atrapados en el resentimiento de haber sido siempre muleta, y aprovechando la derrota del procés, ERC ha querido cogerle la varita mágica a Convergència para quitarles la fuerza de levantar votos cuando parece que todo les va a la contra. Los republicanos han centrado los esfuerzos en imponer un marco que convierta a los convergentes en unos descerebrados: la mesa de diálogo, el acuerdo de claridad, la Catalunya del 80%, el gobierno del mientras tanto, el disfraz de buenos gestores. Todo se les ha deshecho en las manos. Queriendo salir de la sombra de Pujol, quisieron ser Pujol para empezar a hacer sombra. Desde las elecciones de 1980, los últimos siete años son los únicos en que los republicanos han podido aspirar a hacer de algo más que de muleta de unos y otros. La salida forzada de Junts del gobierno es la materialización de estas aspiraciones, de esta sed de venganza histórica contra quien siempre los trató, precisamente, de descerebrados. Y de criados.
Los convergentes utilizan la tirada que tiene el simbolismo de Puigdemont para poner a los republicanos en su sitio: en la retaguardia. Mientras todo eso pasa, Illa se viste de silencio y espera su turno
Sacar unos buenos resultados el 12 de mayo, eso es, quedar por delante de Junts, es clave para que los republicanos reafirmen su individualidad. A Pere Aragonès le cuesta mantener la compostura porque parece que, una vez más, los convergentes han encontrado la medida justa de pragmatismo —rendición— y sentimentalismo —abuso emocional— en la figura de Puigdemont para levantarles los votos y relegarlos al papel de personaje secundario. Los miedos de los republicanos se manifiestan de nuevo cuando la valoración que hacen de los posibles resultados electorales se basan en si quedan por delante o no de los del president en el exilio. El resentimiento, sin embargo, no es unilateral, y como ya pasó con las elecciones españolas, los convergentes utilizan la tirada que tiene el simbolismo de Puigdemont para poner a los republicanos en su sitio: en la retaguardia. Cada vez que Aragonès intente ganar espacio a Puigdemont desde el resentimiento, chocará con el exilio, y con la excusa del exilio, chocará con el resentimiento de los que no perdonan que ERC se atreviera a apropiarse de las claves de la contradicción que ellos hace décadas que explotan. Mientras todo eso pasa, Illa se viste de silencio y espera su turno.