Por decoro con la separación de poderes, los políticos no deben cargar contra jueces e instrucciones judiciales. No porque sea recurrente es menos criticable. Y como en tantos temas, el PP tiene poco que reprochar a la vicepresidenta Teresa Ribera. Dijeron y dicen cosas peores estando en el Gobierno y la oposición. En esta ocasión, el Consejo se reunió de urgencia vía telemática para reprobar por mayoría las palabras de Teresa Ribera. Hace un mes, el popular José Antonio Monago cargó contra el juez José Ricardo de Prada en el Senado por lawfare contra el PP en la sentencia de la Gürtel. La acusación fue directa contra él. Pero llegaron antes las disculpas del senador que el amparo del CGPJ. Ricardo de Prada reclamó al órgano de los jueces la protección que sí ha recibido Manuel García Castellón. El Consejo tampoco ha explicado por qué una llegó y otra no.
Cuando condenaron al PP por título lucrativo, las palabras fueron mayores bajo el reiterado mutismo del CGPJ. Ocurrió en 2018, cuando fueron a la caza del juez De Prada y el CGPJ fue incapaz de arroparlo. Salió todo el partido, el diputado Carlos Rojas utilizó el altavoz de su escaño, le llamaron “mamporrero del PSOE”, “el juez que meció la cuna del cambio de Gobierno”, hablaron de maniobra “político-judicial” ante el silencio cómplice o negligente del Consejo. La pregunta es pertinente: ¿quién controla al órgano de los jueces? ¿Ante quién responden de su posible sesgo? ¿La mayoría conservadora puede permitirse proteger únicamente a los jueces del mismo espectro?
La justicia se representa ciega porque debe serlo y aparentarlo. Ribera habló de “inclinar” decisiones “siempre en la misma dirección”. La vicepresidenta no es quién para señalar al juez, pero no le llamó “machaca” como hizo el PP. La cuestión es si fue una descripción o una valoración. Describamos la realidad sin valoraciones. García Castellón ha sido reprendido por la Audiencia y el Supremo en distintas causas.
Es grave lo que está ocurriendo en el Poder Judicial en la guerra abierta de un sector contra las decisiones del Gobierno
En la operación Kitchen por no llamar a declarar a Rajoy, como pidió el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz. En la caja B de la Púnica, cuando acabó procesada la jefa de prensa de Esperanza Aguirre y se libró la presidenta de Madrid. También en Púnica, al archivar la causa contra el expresidente del PP murciano Pedro Antonio Martín y le ordenaron reabrirla. Por el contrario, la sala de lo penal le reprendió ante el enésimo intento de abrir la financiación ilegal de Podemos por ampliar "artificiosamente" la causa. E intentó desbancar al entonces vicepresidente Pablo Iglesias saltándose a la Fiscalía de la Audiencia —como ha hecho en Tsunami Democràtic— hasta ser corregido por todas las instancias donde mandó la causa.
Es grave lo que está ocurriendo en el Poder Judicial en la guerra abierta de un sector contra las decisiones del Gobierno. Lo dicen magistrados progresistas con el mismo derecho a tener criterio que los conservadores —por aquellos que solo les parece digno un sesgo—. Y con todo, hay un desgaste evidente en la credibilidad de la judicatura cuando se van instalando las sospechas; cuando faltan explicaciones sobre por qué unas causas están blindadas mientras la Operación Catalunya no tiene entrada.
A los jueces y fiscales del procés —en todo su derecho— les parece una intromisión en su trabajo la ley de amnistía. Y pueden ver con buenos ojos que García Castellón utilice la causa dormida hasta el pasado noviembre para buscar un agujero a la ley, a través de una acusación por terrorismo que ni existió hace cuatro años ni se sostiene ahora. Si fuera así, ¿cómo llamaríamos a esto?
En función de los hechos, es lícito vigilar si García-Castellón utiliza la instrucción de Tsunami Democràtic para boicotear una ley tramitada en las Cortes. Quien se oponga a la amnistía tendrá la tentación del todo vale. Y la decisión de escoger entre el juez y Puigdemont es espuria. En una causa judicial, entre uno y otro, siempre la neutralidad y la garantía procesal. No es una cuestión de bando político. Es el manido estado de derecho garantista que algunos deslizan en una sola dirección.